El paso de Dios

Meditación para este Domingo de Ramos (Dominica in palmis)

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https://youtu.be/Wf1GTvtUDq8

Antífona Pueri Habraeorum, de Tomás Luis de Vitoria

Entra Jesús a Jerusalén y este es el paso de Dios por la vida de los hombres.

No es un peregrino más que repite una costumbre. No lo hizo así la primera vez, cuando fue rescatado en su templo a precio de dos pichones. Tampoco a los doce años, cuando mostró que un niño transparenta más a Dios que los argumentos de los doctores. Hecho un hombre sacó allí el látigo para volcar las mesas de los que adulteran lo santo. Sobre la tierra en que era acusada a la  pecadora, mostró la misericordia de Dios que pone a cada uno en su lugar. Junto a sus acequias se ha ofrecido como el agua que sacia a quien anhela, la luz que ilumina a los ciegos. Y ahora, al avistar de lejos de lejos la ciudad, no llora con la emoción del que espera sacar algo al llegar a esa, sino con el desgarro de quien viene a darlo todo:

¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina junta a sus polluelos bajo sus alas, mas tú no quisiste” (Mateo 23, 37).

Pero ha llegado la hora en que sí los reunirá a todos: justos y pecadores, fieles e incrédulos, lo más sublime y lo más abyecto. Desde los pies que lava como siervo hasta el beso del traidor. Desde el perdón al amigo que le niega hasta los escarnios en la calle, su sudor de sangre y la mujer que enjuga su rostro. Desde su rendición en confianza al Padre hasta sentir su abandono. Todo. Todo reunido bajo sus brazos extendidos entre el cielo y la tierra. Todo a la medida de su desmedido amor.

Entra a la ciudad conquistada por David, de quien proclaman entre palmas que es su hijo. Pero él vas mucho más allá, porque sabe quién es su verdadero Padre y lo que cuesta conquistar algo para su reino. Prosigue al paso de un animal poco noble. Porque desde el establo de Belén hasta el Pretorio, Cristo emplea siempre el mismo modo de llegar al hombre: tomando el último lugar. Este es el modo Dios y este es el hombre. Aclamado por un momento y rechazado poco después. Recibido entre vítores y despreciado por los necios. No detiene el paso porque es el paso de Dios que ama sin miramientos.

Es este paso, Señor mío, el que nos congrega también hoy. Expectantes y abrumados, entre el fervor y el dolor. Colgamos una rama de olivo en nuestras puertas para abrirlas a ti, que nos abres el cielo en tu costado traspasado. Y adoramos el paso donde queda todo consumado. Allí quedan unidas son nuestra pequeñez y tu grandeza. Saciada nuestra hambre con el pan que partes y compartes. Rescatados de la muerte a precio de la tuya.

Sepultada nuestra miseria en el sepulcro que dejarás abierto.

Concédenos rendirnos a este paso que sale al paso del nuestro. Que no quedemos lejos de lo eterno por pasar indiferentes ante tu presencia. Rescátanos desde el templo de tu cuerpo que levanta los nuestros. Danos la límpida visión de los niños que honras como a maestros. Que no seamos de los que ignoran tu paso y no disponen el suyo para amar contigo hasta el extremo. Entra también hoy a nuestras ciudades. Entra pobre para acercarte a los pobres y enfermos. Recuérdanos que así entra Dios a la vida de los hombres. Recuérdanos que así quieres que hoy te encontremos y te amemos.

Testigo vencedor

Lectio divina para este domingo I de Cuaresma

Las tres tentaciones de Cristo señalan la progresión de los tres ámbitos del combate espiritual. Convertir las piedras en pan es abusar de los dones de Dios pensando solo en el uso y disfrute físico, la gratificación inmediata y el encerrarse en uno mismo. Es el nivel más básico de la condición humana, que necesitamos ordenar hacia toda palabra que sale de Dios. El lanzarse desde el pináculo del templo apunta al reconocimiento y admiración de los demás, el vivir de las apariencias y del qué dirán. Toca el ámbito afectivo que también necesita ser dirigido hacia Dios, a quien hay que obedecer antes que a los hombres. Finalmente, el postrarse y adorar al demonio se dirige al ámbito espiritual más esencial de la persona: su conciencia, libertad y llamada a la adoración. Aquí está comprendida toda la escala de valores y el compromiso con la Verdad y el Bien.

«Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un ayuno de cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre. Y acercándose el tentador, le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes”. Mas él respondió: “Está escrito: No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.» Entonces el diablo le lleva consigo a la Ciudad Santa, le pone sobre el alero del Templo, y le dice: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna”. Jesús le dijo: “También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios”. Todavía le lleva consigo el diablo a un monte muy alto, le muestra todos los reinos del mundo y su gloria, y le dice: “Todo esto te daré si postrándote me adoras”. Dícele entonces Jesús: “Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y solo a El darás culto”. Entonces el diablo le deja. Y he aquí que se acercaron unos ángeles y le servían».

Abrimos la Cuaresma con el pasaje de las tentaciones de Cristo. Aunque el evangelio nos las presenta en un único episodio, debemos saber que toda su vida histórica, de inicio a fin, estuvo marcada por la persecución y la tentación. Porque así es la vida del que quiere ser fiel a Dios y a su propia dignidad. El Hijo de Dios asume, recorre y acompaña esta condición humana y la lleva al triunfo pascual del que también nosotros, unidos a él, podemos participar. No esperemos que la espiritualidad sea solo un camino de consuelos entre algodones. Los cuarenta días en el desierto de Jesús nos hablan de combate contra nuestras fuerzas internas, contra el demonio y el mundo para ordenar todo según la voluntad de Dios. Leamos con atención:

Las tentaciones de Cristo, como las nuestras, se dirigen al propio ser. Por eso el demonio repite tres veces la provocación «si eres…». Porque el pecado, en definitiva, es negar lo más auténtico de nosotros mismos, que es nuestro destino a ser plenamente hijos de Dios. Nuestras tentaciones abarcan lo que nos enceguece por el disfrute material, lo que nos condiciona a partir de la opinión de los otros y lo que nos impide adorar a Dios. Cristo nos enseña a enfrentarnos a todo ello a partir del discernimiento, la familiaridad con su Palabra y la confiada rendición a la voluntad divina. Por todo esto, al comienzo de la cuaresma es necesario que, sin ningún temor, hagamos  cuenta de nuestras tentaciones y las enfrentemos por el amor hacia Dios y el justo amor hacia nosotros mismos y hacia los demás. Tomemos conciencia de que ceder a ellas nos harían negar nuestro ser más auténtico, nuestra propia vocación y misión. Volvamos a elegir lo que nos hace vivirlas plenamente.

Oremos con estas palabras inspiradas en Efesios 6:

Querido Señor Jesús,

hoy vengo a rendirme ante ti, ante tu amor y tu verdad.

Te presento todas mis tentaciones.

Tú las conoces porque las has vivido en tu propia carne. Y las has vencido.

Enséñame también a mí a vencerlas. Ayúdame a luchar, no caer.

Que no olvide tu Palabra, lo que quieres de mí, de mi ser más auténtico.

Que no lo niegue, Señor y Dios mío. Que no me traicione a mí mismo, a mi destino en ti.

Hoy me fortalezco en el poder de tu nombre, Señor Jesús, para luchar contra el diablo y sus espíritus.

Porque la vida es, ante todo, una lucha espiritual. Y tú nos has dado las armas para combatirla.

Me mantengo en pie, como resucitado contigo, y busco las cosas del cielo , que es mi fin. No me ato a las de la tierra, que son solo medios.

Ciño mi cintura con el cinturón de la verdad: que estoy necesitado de ti, que no puedo luchar solo, sino con la fuerza de tu gracia.

Me cubro con la coraza de tu cruz, que es mi única justificación ante Dios.

Calzo mis pies con tu evangelio, para que guíe mis pasos y no yerre en mi camino.

Es tu evangelio de la paz, la paz que me esfuerzo por alcanzar en mí mismo y con los demás.

Embrazo el escudo de la fe: que soy hijo del Padre, discípulo tuyo y templo de tu Espíritu.

Este es el escudo que calcina los dardos del demonio, a quien no debe temer, sino combatir.

Me cubro también con el yelmo de la salvación. La que nos viene por tu Cuerpo y tu Sangre entregados en la cruz y que recibo en cada Eucaristía.

Y blando con tu fuerza, la espada del Espíritu, que es tu Palabra. Espada de doble filo que penetra hasta lo más íntimo.

Lo hago al escucharla, al ponerla en práctica y anunciarla sin rebajas.

Porque ella me hace cada día más semejante a ti, el testigo fiel y verdadero que luchas para vencer.

Amén

Luz y hogar

Meditación para el domingo después de Epifanía: El Bautismo del Señor

El bautismo de Cristo habla de un inicio. Por eso la fiesta de hoy nos da la oportunidad de recomenzar en nuestra vida desde Dios, principio y fin del tiempo y la eternidad. Efectivamente, con el bautismo de Jesús en el Jordán comienza su vida pública. Es el arranque de su misión hacia nosotros. Hoy celebramos un evento del Espíritu Santo que también nosotros hemos recibido en nuestro bautismo y que debe manifestarse en cada momento de nuestra vida. Por Cristo, Dios nos reconoce como sus hijos para que nos manifestemos así ante los demás. El testimonio de san Juan Bautista señala esta doble realidad: el Mesías esperado manifestaría la fuerza y cercanía de Dios, así como él mismo inaugura el nuevo y definitivo bautismo que nos hace nacer a la vida de la gracia. Este precursor enseñaba:

«Yo os bautizo con agua para que os convirtáis; pero el que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no merezco ni llevarle las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego». 

Jesús de Nazaret, el Mesías que tenía que venir, manifiesta la gloria de Dios, pero lo hace con la humildad del siervo, asumiendo la carne herida de la humanidad para sanarla en sí mismo. Dios parece esconderse tras el velo de lo humano, para revelar así la grandeza de su dignidad y destino sobrenatural. Esto es un don inmerecido que a la vez supone una toma de conciencia y santo temor. Si nuestra condición ha sido tan amada y exaltada, tenemos necesidad de purificarnos y vivir en consecuencia. Continúa afirmando el mismo Bautista:

«Él tiene el bieldo en la mano: aventará su parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga» (Mateo 3, 11-13)

Cristo muestra desde el inicio de su misión que solo podemos experimentar las intervenciones de Dios en nuestra vida si nos mantenemos en actitud de rendición y humilde gratitud hacia Él. Porque vivir en el Espíritu, experimentar su fuerza y su ardor, nos pone continuamente en ad-oración, es decir de cara a Dios, y este es el primer paso de toda oración. Si queremos ser fieles a la gracia que recibimos en nuestro bautismo hoy estamos invitados a volver la mirada del alma hacia Él, elevarnos desde lo meramente natural hacia lo sobrenatural. Este es el gesto inicial de valentía y humildad que, por nuestra parte, pone el primer medio para experimentar la gracia. Dios, por su parte, nos impulsa y nos bendice con el derroche de su amor, que es el Espíritu Santo que viene a morar en nosotros para darnos sabiduría e inteligencia, consejo y fortaleza, conocimiento y temor del Señor (Isaías 11, 2). Estos son los dones que ciertamente necesitan las personas de todo tiempo, pero que hoy aparecen como las más altas adquisiciones a las que podemos aspirar. Porque solo una vida iluminada por la sabiduría, forjada en la fortaleza y consumada en la comunión con Dios merece verdaderamente ser vivida. Y este anhelo no es inalcanzable, sino que está muy cerca de nosotros. Ya lo hemos recibido en germen en nuestro bautismo y espera manifestar su fuerza siempre más. Por todo ello, hoy pedimos al Espíritu Santo que encienda nuestras vidas con estos dones. Que su fuego consuma todo lo que no tiene consistencia y fragüe nuestras almas para que brillen con luz divina. Dejémonos llenar por el único capaz de colmar todos nuestros anhelos y nuestras más puras aspiraciones.

«Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él.
Y vino una voz de los cielos que decía:
“Este es mi Hijo amado, en quien me complazco
”».

El bautismo no cambia la relación que ya Jesús vivía con Dios. Él sigue siendo su Hijo amado, como lo es desde toda la eternidad. Lo que ahora cambia es que esta relación única comienza a manifestarse a los seres humanos, haciéndonos capaces de formar parte de ella. Es decir, Jesús no cambia en sí mismo, sino que cambia lo que nosotros podemos alcanzar de parte de Dios. Jesús empezará a mostrarse como su presencia cercana, el camino por el que hemos de ir hacia Él. A nosotros. el bautismo sí nos ha cambiado porque desde entonces podemos reconocernos también como hijos del Altísimo. Al mismo tiempo, ese primer sacramento nos ha cambiado en relación con los demás, a quienes podemos amar como hermanos. Y esta es la gran novedad de la fe cristiana, pues ella no solo nos pone en una relación personal con lo divino, sino también nos hace subir de nivel en la relación con nuestros semejantes. El Espíritu Santo nos abre a esta novedad, haciéndonos capaces de tejer relaciones de amor y justicia, de reconocimiento y valoración de los otros.  Ellos ya no son unos competidores o potenciales enemigos, sino la oportunidad que tenemos aquí y ahora de manifestar nuestro ser cristianos, otros cristos que asumen su misión de iluminar las vidas de los demás con esa luz de lo alto, que crece mientras más se ofrece, nos hace vivir mientras más la llegamos a compartir. Se supera así cualquier contraposición entre la adoración y el compromiso social, entre la piedad y la solidaridad. Asumamos hoy esta gracia que ya destella en nosotros como fuego que ha de arder como luz en el alma que se hace hogar para muchos.

Hijos de la resurrección

Hijos de la resurrección


Lectio divina
para este domingo XXXI del tiempo ordinario

¿Tiene la muerte la última palabra sobre la vida? ¿Es esta el devenir hacia la
fatalidad o podemos esperar más, esperarlo todo por encima de su sentencia? El
evangelio de este domingo nos revela el sentido de la esperanza cristiana, que sobrepasa
los límites de lo pasajero y que aparentemente transcurre hacia la nada. Leamos y
meditemos:
«En aquel tiempo, se acercaron algunos saduceos, los que dicen que no hay
resurrección, y preguntaron a Jesús:
“Maestro, Moisés nos dejó escrito: ‘Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer
pero sin hijos, que tome la mujer como esposa y de descendencia a su hermano’. Pues
bien, había siete hermanos; el primero se casó y murió sin hijos. El segundo y el tercero
se casaron con ella, y así los siete, y murieron todos sin dejar hijos. Por último, también
murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque
los siete la tuvieron como mujer”.
Jesús les dijo:
“En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean
juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los
muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya
que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección.
Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza,
cuando llama al Señor: “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios
de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos» (Lucas 20, 27-38).

La revelación de Dios es el acontecimiento más completo y a la vez el más
sencillo que se ha dado sobre la tierra. Pero los seres humanos estamos heridos. El
pecado endurece nuestros corazones y nos confunde. Por eso podemos complicar la
buena y bella noticia de la Vida. De la vida eterna, que es la verdadera. El saduceo de
este pasaje es un claro ejemplo de cómo tendemos a reducir la trascendencia y lo
imprevisible de Dios en nuestras pequeñas y mezquinas categorías. Porque los saduceos
eran un grupo del judaísmo que no creía en la resurrección de los muertos. Limitaban su
horizonte solo a lo que se pudiera conseguir en el poco tiempo que pasamos en este
mundo. Entendían la salvación como algo meramente histórico, económico y político.
No esperaban nada más. Por eso este evangelio habla hoy a los que únicamente ponen
su esperanza en lo transitorio de esta vida, sin anhelar y comprometerse por lo eterno.
Cristo desenreda la maraña del saduceo con una sencilla frase: “Para Dios todos
viven”. Y propone este vivir en Dios no como una inmortalidad sin más, sino como la
plenitud de la existencia en su presencia: “Son como ángeles; y son hijos de Dios,
porque son hijos de la resurrección”. Es decir, la vida eterna que él ha venido a
ganarnos con su cruz es llegar a participar de la misma gloria de su Pascua. Se trata de
la victoria sobre el pecado y el mal, el estar completos en nosotros mismos, libres y
fuertes para alabar a Dios sin reservas ni parcialidades. Tomemos entonces un momento

para meditar y pedir al Buen Dios que podamos experimentar esa plenitud que Él quiere
darnos, sin complicar su evangelio con mezquindades ni argumentos retorcidos.
Cuando se vive serenamente la fe, vemos en su justa perspectiva tanto de lo que
nos agobia de la vida presente, como los bienes, la aprobación de otros, incluso la
propia salud y la vida física. Es lo que nos deja ver el duro y potente relato del martirio
de los hermanos Macabeos en la primera lectura de hoy. Uno tras otro estos ofrecieron
sus vidas en fidelidad a Dios y para edificación de sus hermanos. A ellos la fuerza les
venía de una certeza: “Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la
esperanza de que Dios mismo nos resucitará” (2ºMac 7). Este mensaje va en
contracorriente de todo lo que nos proponen los argumentos blandos y
descomprometidos, que promueven el pecado y la mediocridad también con argumentos
muy falaces. Ante ello solo los convencidos y coherentes pueden oponer hoy la
respuesta necesaria: El testimonio de la fe que nos gana la vida eterna. Porque la
victoria es para quien pone todo en juego por lo que no es para nada un juego, sino lo
más serio que pueda pensarse: Ser tan libre como para ofrecer la propia vida por amor. 
Pero ¿dónde encontramos la fuerza para vivir con esta radicalidad? Démonos
cuenta de que es la victoria de Cristo sobre el error y la muerte, tal como que se nos da
en cada Eucaristía. Allí lo más grande se hace lo más sencillo. El infinito amor de Cristo
se nos da como pan y vino para convertirnos en alabanza con él y en él. Allí toda
esperanza caduca se abre a la eternidad. Toda pequeñez es elevada a la mayor grandeza.
Todo miedo y mediocridad son empujados hacia la santidad. Por eso, volvamos a
encontrar hoy en la Eucaristía el puente tendido hacia la vida eterna, que nos hace ir
más allá de lo aparente y transitorio, hasta alcanzar lo que verdaderamente merecemos:
Vivir como hijos de la resurrección.

¿Quién es el protagonista?

Lectio divina para este domingo XXX del tiempo ordinario

Lectura del santo evangelio según san Lucas (18,9-14):
Aunque parezca paradójico, en nuestra propia vida no somos nosotros mismos los protagonistas. Porque para alcanzar la verdadera Vida, la eterna, el protagonista debe ser Dios. Hacia Él debe dirigirse nuestra atención tanto para agradecer como para pedir perdón. Por algo el Primer Mandamiento está puesto ahí, en el primer lugar. Leamos y meditemos:

«En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:
“Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:
“¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo:
“Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido
».

Hace dos domingos notábamos cuánto valora Cristo la gratitud, hasta el punto de que el leproso agradecido de aquel encuentro no solo quedó curado, sino también salvado. ¿Qué pasa entonces con el fariseo de hoy, pues parece que se acerca a Dios para elevar una detallada acción de gracias? Su problema es que pretende estar orando, cuando más bien está embelesado ante sí mismo, como el mito de Narciso que se ahoga en las aguas donde se complacía mirando su propia imagen. Su dar gracias a Dios es solo retórica, pues su interés no es alabarle, sino enaltecerse a sí mismo. Esto no solo le aleja de Él, sino también de los demás hombres, a quienes desprecia y mira por encima. Solo le importan para compararse y sentirse superior a ellos. Por eso hoy conviene preguntarnos si reconocemos que no podemos vanagloriarnos en nuestra supuesta superioridad con respecto a otros, sino agradecer humildemente por todo lo que Dios nos da.

“Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Los publicanos eran pecadores públicos, gente de mala fama por pecados conocidos o por colaborar de algún modo con los opresores del pueblo. Pero la actitud del publicano de hoy le acerca más a Dios que la aparente santidad del fariseo que pretendía el primer lugar. Porque aquel hombre también se miraba a sí mismo, pero lo hacía en la humildad. Su súplica se dirige hacia el centro mismo del corazón de Dios, que es su misericordia. A la vez, reconoce con valentía su propia verdad: Él es un pecador que necesita ser salvado. Sólo en alguien así puede actuar la gracia del Redentor. Porque no hay nadie tan santo que no necesite pedir perdón, ni nadie tan pecador a quien Dios no pueda ofrecérselo. ¡Cuánta falta nos hace tomar el lugar de este hombre humillado para crecer en la verdad acerca de nosotros mismos!

“Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido. La actitud del publicano nos muestra que la humildad es el camino para salir de la culpabilidad y nos pone en el plano de la responsabilidad. Este hombre no se atrevía a levantar la cara ante Dios, ni ponerse de primero en el lugar santo. Sin embargo, se presenta ante Él. No se esconde como el viejo Adán, ni le es indiferente como tantos hoy en día. Porque no es humilde quien solo se lamenta de sus culpas y queda enfangado en ellas. “La humildad es andar en verdad delante de la misma Verdad”, ha enseñado santa Teresa de Jesús. Es humilde quien tiene la valentía de reconocer sus propios pecados, pero sin quedarse en ellos, sino presentándose con responsabilidad a quien le abre el camino de la bienaventuranza. Todo esto está comprendido para nosotros hoy en el sacramento de la Confesión, que comienza con el examen de conciencia y el dolor por los pecados cometidos, tiene su centro en la confesión sincera y humilde ante Dios y ante otro ser humano puesto por Él para ofrecerle la reconciliación, así como implica también el propósito de enmienda y la reparación, que son las acciones virtuosas que ha de llevar a cabo el pecador perdonado para vencer lo que le ha hundido y poner el amor y la justicia donde haya dejado de hacerlo.

El salmo 31 es la síntesis poética de todo que estamos describiendo. Meditemos y oremos hoy con él…

Dichoso el que está absuelto de su culpa,
a quien le han sepultado su pecado;
dichoso el hombre a quien el Señor
no le apunta el delito.

Mientras callé se consumían mis huesos,
rugiendo todo el día,
porque día y noche tu mano
pesaba sobre mí;
mi savia se me había vuelto un fruto seco.

Había pecado, lo reconocí,
no te encubrí mi delito;
propuse: «Confesaré al Señor mi culpa»,
y tú perdonaste mi culpa y mi pecado.

Por eso, que todo fiel te suplique
en el momento de la desgracia:
la crecida de las aguas caudalosas
no lo alcanzará.

Tú eres mi refugio, me libras del peligro,
me rodeas de cantos de liberación.

Los malvados sufren muchas penas;
al que confía en el Señor,
la misericordia lo rodea.

¡Alegraos, justos, y gozad con el Señor;
aclamadlo, los de corazón sincero!

Otra perspectiva

Lectio divina para este domingo XXII del tiempo ordinario


Tantas veces queremos cambiar las cosas desde arriba. Con actitud de
superioridad pretendemos dirigir la vida de los demás. La lógica del Evangelio, sin
embargo, enseña lo contrario: Somos grandes cuando descendemos, alcanzamos la gloria si vivimos la humildad. El verdadero Maestro es el que vive entre nosotros cuando nos amamos. Los cambios duraderos son los que parten desde abajo; las relaciones másestables son las que se construyen descendiendo y abriéndose a los demás con generosidad. Todo esto es ciertamente una llamada a la conversión. Así nos lo explica el evangelio de hoy:


«Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer y
ellos lo estaban espiando. Notando que los convidados escogían los primeros puestos,
les decía una parábola: “Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto
principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y venga el que os
convidó a ti y al otro, y te diga: “Cédele el puesto a este”. Entonces, avergonzado, irás
a ocupar el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último
puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: ‘Amigo, sube más arriba’.
Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece
será humillado; y el que se humilla será enaltecido”. Y dijo al que lo había invitado:
“Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus
parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás
pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás
bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los
justos”». (Lucas 14, 25-33)


Rechazo, discriminación, pérdida del aprecio… ¡Cuánto sufrimos cuando nos toca atravesar algo de esto! Tendemos, para evitarlo, a buscar lo que más nos conviene y a preferir los reconocimientos y halagos. Sin embargo, el evangelio invierte las prioridades y valoraciones que se le da fácilmente a lo que ocurre y a lo que buscamos. Necesitamos cambiar la perspectiva, buscar a Dios en lo sencillo y así descubrir lo que verdaderamente
vale, aunque muchas veces esto signifique invertir las prioridades. Toda borrasca se puede

aprovechar si sabemos manejar las velas. Una pérdida puede hacer más ligero nuestro rumbo, mientas que acumular cargas innecesarias nos puede hacer zozobrar. Y, ciertamente, la carga que más pesa en la vida es la de nuestro propio ego. Por eso necesitamos aprender a tomar el último lugar para merecer el primero; necesitamos disminuir para poder crecer.
El evangelio nos indica un orden de prioridades que desafía nuestras tendencias innatas y las jerarquías de este mundo. Porque Dios elige siempre lo menos vistoso, precisamente aquello a lo que se le da menos valor: Una zarza en la montaña para hacerla arder con su presencia, una roca en el desierto como eje entre la tierra y el cielo, la doncella de una aldea para convertirla en su propia madre. Es así como ha querido acompañar la historia humana y también es así como quiere acompañar tu historia
personal. Por eso, aprende a elegir lo menos relevante y acostúmbrate a preferir lo que queda en último lugar. Tu sorpresa será grande cuando Dios convierta todo aquello en lo primero y más importante. Solo desde esta libertad radical damos una respuesta coherente y cada cosa en nuestra vida gana su verdadero valor. Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido.


Este domingo coincide con la festividad de un gran santo que nos ilumina acerca
del orden de prioridades que nos revela el evangelio: Agustín de Hipona. Este buscador de la verdad y su belleza pensó encontrarlas inicialmente en complejos sistemas filosóficos o herméticas propuestas religiosas, mientras que despreciaba la verdadera Revelación, la de Cristo, por considerarla demasiado simple y pueril. Perdía así su vida, su ilusión y libertad. Su desesperanza se volvía desesperación y su increencia, impiedad.
Sin embargo, la luz de la gracia le sorprendió bajo la sencilla voz de un niño, que sin aspavientos le invitó a realizar el mayor acto de valentía que hubiera hecho hasta entonces: “Toma y lee”, le dijo. Y así se dispuso a abrir unas páginas de la Biblia. Esos pasajes, que hasta entonces despreciaba como supersticiones de ignorantes, le revelaron
su propia verdad. Le esperaba allí la presencia viva que, sin saber, había buscado desde siempre. Entonces Cristo se convirtió en su Maestro interior y la Iglesia, en el lugar para encontrarlo y prolongarlo en el tiempo. Solo le hizo falta cambiar su perspectiva,
vencer su soberbia para alcanzar lo más grande haciéndose pequeño. Esta búsqueda de san Agustín, que pasó del materialismo a la sensualidad, y de ahí a la superstición y la increencia, se parece a los devaneos de nuestros tiempos, cuando tantos tropiezan de un extremo al otro de lo que nos seduce y decepciona con sus faustos. Lo que se necesita ante ello es la valentía de buscar y elegir lo menos vistoso. Allí, en lo aparentemente
simple y despreciable, se esconde la verdad.

Fuego que consume y da vida

Lectio divina para este domingo de Pentecostés

Hoy el evangelio nos vuelve a situar en la primera aparición de Cristo resucitado a sus apóstoles, a la vez que la primera lectura nos presenta la venida del Espíritu Santo sobre ellos. Y es que ambos momentos forman una única realidad: Cristo ha vencido la muerte por la fuerza de su Espíritu y hace partícipes a los que ama de esa realidad que transforma radicalmente la vida humana. Leamos con atención

«Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.  Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo;  a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”». 

Los apóstoles ya “sabían” que Cristo había resucitado. Lo habían visto y habían vuelto a comer con él, pero esto no era suficiente para lo que habrían de vivir en adelante. Ya no serían solo espectadores de un acontecimiento externo. Ahora serán testigos de la Pascua que acontece en sí mismos, haciéndoles pasar de la oscuridad a la luz con ardor de amor, porque su espíritu penetra hasta lo profundo de cada uno y de las relaciones que vivían entre ellos. Y es que el sentido original del nombre de “testigo” es el de “martyr”, es decir, aquel que no teme asumir la muerte para ganar la verdadera vida por un amor mayor que desarma a la muerte en sus propios dominios, que son el miedo y el pecado. Es Cristo viviente quien nos hace capaces de esta conquista, yendo totalmente dentro de nuestros encierros para iluminarnos desde lo más hondo de nosotros mismos. Por eso no duda en mostrar a sus discípulos las heridas de la cruz, que no son motivo de vergüenza, sino manifestación de su gloria. Y nos lleva aún más dentro de sí al infundirnos su Espíritu y hacernos partícipes de su intimidad con el Padre. Es decir, nos adentra totalmente en el amor de Dios, que nos revela la verdad de nuestra vida. Ahora nosotros hemos de responder a ese don con apertura y confianza. Así hasta percibir que arde en nosotros el fuego de su presencia que nos levanta de nuestras derrotas y nos impulsa a vivir en el presente con un amor nuevo, capaz de reparar, sanar y reconciliar

Así como el Espíritu nos conduce totalmente dentro de nosotros mismos, también nos empuja totalmente fuera, lanzándonos más allá de nuestra insuficiencia para ir al encuentro de los demás. Su presencia en nosotros es ardor, fortaleza, valentía y entrega, generosidad y confianza; purifica nuestras conciencias con su perdón y nos mantiene en continua conversión, a la vez que en ofrecimiento a otros de lo que Dios nos da. En un contexto como el nuestro, que va a la deriva de las razones débiles y convicciones acomodaticias, este amor fuerte es la respuesta que nos salva de toda medianía y despierta el sentido de la vida verdadera, la que se encuentra a sí misma al abrirse a la verdad y ofrecerse a todos con caridad comprometida. Es esa pequeña chispa que destella en nuestra conciencia en el momento menos esperado, pero que puede hacerse hoguera que abrasa nuestras falsedades y nos hace testigos de la verdadera vida. Es esa fuerza que ha derribado a un perseguidor de su caballo y le ha convertido en apóstol; es la toma de conciencia un convaleciente que desde su cama dice: “si este y aquel han hecho tantas cosas por Cristo, ¿por qué yo no?”. Es la gracia que mueve a los miembros de una familia a reconciliarse. En definitiva, es el fuego de amor que te impulsa a ser también tú otro apasionado por el evangelio, cueste lo que cueste. Porque el amor auténtico no es el que te lleva entre algodones, sino el que te enciende entre los leños en cruz para que ofrezcas tu vida por amor, y por eso mismo, la conquistes para siempre.

Esa voz

Lectio divina para este IV domingo de Pascua

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Pintura: «El buen Pastor», de Bartolomé Esteban Murillo. Museo de El Prado, Madrid

¿Acaso necesitamos un pastor? ¿Es que somos un rebaño sin libertad y criterio propio? ¿No tenemos derecho a seguir nuestro camino, sin que otro nos lo indique? Es siempre más atractivo marcar las propias reglas, amoldar las cosas a nuestro parecer y complacer el propio gusto. El hombre como medida del mundo y el mundo a la medida del hombre. ¿Para qué más? Todo razonablemente calculado según lo que creamos merecer. Visto desde esta perspectiva, ciertamente un pastor incomoda; es necesario prescindir de él en nombre de la libertad. Sin embargo, hay pastores y libertades; hay asalariados y espejismos que esclavizan. Sobre esto nos habla el sintético evangelio del IV domingo de Pascua, siempre centrado en la figura del Buen Pastor:

«En aquel tiempo, dijo Jesús: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Lo que mi Padre me ha dado es más que todas las cosas, y nadie puede arrebatar nada de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno”.» (Juan 10, 27-30).

            Cristo no se presenta a sí mismo como un pastor más, sino como el pastor bueno, tan distinto de los que buscan su propio interés. Para estos, el rebaño es una mercancía de la cual sacar provecho, y por ello lo tratan como masa para comerciar o manipular. En cambio, Jesús es el único que hace lo impensable por su grey: da la propia vida por ella. No solo nos defiende de los ataques del lobo que acecha para convertirnos en su presa, sino que se deja herir y arrancar la vida en nuestro lugar. Por eso, con su resurrección él  nos puede guiar hasta la vida eterna, donde nos apacienta sin nada que temer. Esa eternidad comienza ya aquí, al recibir la paz que él nos ofrece. Por eso el místico medieval Johannes Tauler comenta que el redil de este rebaño es el corazón de Dios Padre, adonde el Salvador nos adentra para que vivamos en la paz. Es decir, él nos hace entrar en un aprisco donde no quedamos encerrados, sino al contrario, donde nos hacemos más libres al vencer todo lo que nos promete la libertad, pero que fatalmente termina esclavizándonos. Esto lo logramos pasando de una existencia caduca a la plenitud de la vida en comunión de fe y amor hacia él.

Un pastor pasa días y noches con su rebaño; le encamina hacia un destino seguro, al mismo tiempo que va conociendo una a una a sus ovejas. Este verbo, “conocer” (“ginosco”, en griego), en la Biblia tiene un significado y profundidad tremendos, y es central en este evangelio. No solo se refiere a una operación mental, sino que implica a toda la persona en su intimidad y exterioridad: espíritu, mente y cuerpo. Es un movimiento de amor totalizante, pues se refiere al amor que vive Cristo con Dios Padre, y por eso puede extender a las criaturas que ha venido a salvar. Por eso asumió nuestra carne, para conocernos desde lo más auténtico y necesitado de nuestra condición, y restaurar en sí mismo toda nuestra belleza y dignidad. Las ovejas, asimismo, van re-conociendo la voz de su pastor, y le siguen. Aquí está el quicio de su relación: Dios conoce amando a cada uno de sus elegidos y estos, a su vez le reconocen y responden a su voz. Él nos ofrece su paz y nosotros podemos mantenernos en ella en la medida en que respondemos a ese amor y esa confianza.

Este es el Pastor que sí necesitamos, pues nos ofrece lo que no pudiéramos alcanzar por nuestras propias fuerzas, que es nuestra verdad más pura, la que nos limpia, fortalece y hace capaces de trascender. Lo que nos toca hacer es dar el paso humilde y valiente de atender a la voz de Aquel que nos llama personalmente. Nos corresponde decidir cuál es la libertad que queremos ejercer: una cerrada en su propia caducidad y soberbia o aquella que por amor se rinde ante quien de antemano se ha rendido ante nosotros, entregando su propia vida para ofrecernos la definitiva. Por eso, haz callar dentro de ti la estridencia de voces confusas y atiende a esa que te habla apenas como un susurro, pero a la vez con el esplendor de un amor que te da la libertad y la paz que tanto ansías.

La losa removida

Meditación para este Domingo de Resurrección

Esta es la noche de la que estaba escrito: «Será la noche clara como el día, la noche iluminada por mi gozo.» Y así, esta noche santa ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos… Himno pascual del Exsultet

Publicado en: https://www.larazon.es/religion/20200412/mj6mgzj6izcjbl4254y6ibvk5m.html

Será la noche clara como el día, la noche iluminada por mi gozo, hemos cantado esta noche pascual. Canto discreto este año, sin coros resonando en nuestras iglesias, pero entonado desde corazones esperanzados que anuncian que Cristo vence las tinieblas de la muerte y el miedo. Noche dichosa que rompió el silencio del sepulcro con este anuncio vivo y veraz.

La losa del sepulcro ha amanecido removida para que Cristo saliera del seno de la tierra. Porque así como el hombre mortal un día fue formado de esa tierra, ahora el hombre eterno debía transformarla a ella. Así como en la noche primordial el Verbo divino hizo brillar la luz del universo, hoy su gloria ha brillado tierra adentro. Porque sí, Dios puede entrar hasta nuestros encierros más profundos para transformarlos y abrirlos a su luz. Él entra hoy a nuestras oscuridades y nos tiende su mano llagada y gloriosa. Nos dice que el dolor y la muerte merece abrirse a una esperanza mayor.

Ve cavando y excavando en tu profundidad, removiendo las viejas rémoras y descubriendo los destellos de luz que Dios te va mostrando. Las circunstancias que atravesamos te pueden formar, pero mejor aún es que te puedan trans-formar para que emerjas como persona renovada, lanzada hacia lo eterno. Esa renovación que comenzó en nuestro bautismo la hemos renovado esta noche. Allí el fuego divino se encendió en ti, el agua te purificó y Dios te dijo: “Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco” (Lucas 3, 22). Entonces responde hoy, en este hoy que nos sitúa en el vértice del hoy eterno: ¡Sí, creo! ¡Sí, quiero! Creo que lo has hecho una vez para siempre, Señor, y quiero que alcance hasta este momento de mi vida. Que mi encierro se convierta en apertura hacia la vida, que mi aislamiento dé paso a un nuevo encuentro con los demás, en quienes quiero reconocer tu rostro resucitado.

Anoche hemos renovado las promesas que nuestros padres hicieron por nosotros cuando nos bautizaron. Hoy puedes hacerlo tú en primera persona, diciéndole que lo aceptas como tu Padre que te ama, como tu Salvador que te redime y como el Espíritu que te santifica. Remueve las losas del pecado y la vida sin Dios renunciando a todo lo que se opone a Él. Lo hacemos con las mismas renuncias de la noche pascual:

¿Renunciáis a Satanás, esto es:

al pecado como negación de Dios;

al mal como signo del pecado en el mundo;

al error, como ofuscación de la verdad;

a la violencia, como contraria a la caridad,

al egoísmo como falta de testimonio del amor?

Sí, renuncio.

¿Renunciáis a sus obras, que son:

vuestras envidias y odios;

vuestras perezas e indiferencias;

vuestras cobardías y complejos;

vuestras tristezas y desconfianzas;

vuestras injusticias y favoritismos;

vuestras faltas de fe, de esperanza y de caridad?

Sí, renuncio.

¿Renunciáis a todas vuestras seducciones, como pueden ser:

creeros los mejores, únicos y poseedores de la verdad,

creeros que ya estáis convertidos del todo,

y perderos en las cosas

(medios, instituciones, reglamentos)

en lugar de ir a Dios?

Sí, renuncio.

¡Amén!

La hora que redime la nuestra. Meditación para el Miércoles Santo

Arkhip Kuindzhi, Cristo en Getsemaní ( 1901 )

Padre Christian Díaz Yepes

Publicado en: https://www.religionenlibertad.com/opinion/930822079/hora-redime-nuestra.html           

Dedicar parte de la noche a orar es mucho más que sacar un rato para Dios cuando el día no nos dio para hacerlo. Es ofrecerle y ofrecernos un tiempo fuera del tiempo, que puede ser el más valioso de nuestra jornada. Porque consagrando esos momentos ejercemos un acto de la más pura fe, ya que humanamente no tendría ningún sentido acortar las horas de sueño si no fuera por la confianza cierta de estar comunicándonos con quien más importa. Y es que cuando ya no damos la prioridad solo a lo urgente se nos abre una ventana hacia lo eterno, que es lo verdaderamente importante. Son además las horas en que no pretendemos guardar ninguna apariencia y quedamos al descubierto ante el único que ve límpidamente nuestra intimidad, es decir, nuestra verdad. Por eso supone verdadera valentía y humildad, virtudes que tanto nos asemejan a Cristo. No por casualidad toda la historia de la fe, desde Abrahán hasta el Apocalipsis, está atravesada por las intervenciones de Dios en las noches de quienes se han abierto al diálogo con Él.

Pero en particular las noches de la Semana Santa nos brindan una ocasión única para adentrarnos en el misterio de la comunicación de Dios y con Él. Comunicación de Dios porque estas noches nos acercan al qué y cómo Cristo habría dialogado con el Padre en sus últimas vigilias. Él sabía que había venido a esta tierra como el cordero que sería inmolado para quitar el pecado del mundo (Juan 1, 29-34). Cordero prefigurado en el que las familias hebreas ofrecieron el plenilunio del mes de Nisán, cuando fueron  liberados de su esclavitud en Egipto. Mes cuyo nombre significa “renuevo”, “brote”, porque se inicia con el equinoccio boreal de la primavera. Maestro en interpretar los signos de los tiempos, Cristo habría contemplado el creciente de la luna de esa semana como señal de la proximidad de la hora, su Hora, en que se ofrecería a sí mismo como el definitivo cordero pascual, que libera de la esclavitud del pecado y renueva así la humanidad. Por eso la noche antes de su oblación reconoce que ha llegado el momento de ofrecer su cuerpo y sangre como la nueva alianza para el perdón de los pecados (1ª Corintios 11, 23-24; Mateo 26, 26).

Alzar los ojos al cielo en estas noches para ver crecer la luna hasta su plenitud el Viernes Santo nos adentra en ese diálogo entre el Padre y el Hijo. Diálogo de agonía, y por eso mismo lucha dramática esencial del cristianismo, como diría Unamuno. Tensión de amor y dolor entre el cielo y la tierra, combate y rendición victoriosa. Diálogo de Dios, Padre e Hijo en el Espíritu Santo, que se prolonga en el que nosotros establecemos con Él como cuerpo de Cristo, quien ya no eleva sus ojos entre los olivos del huerto, sino entre las tinieblas de esta hora trágica de la humanidad. En rendición de amor, también le pedimos que abracemos también el cáliz particular que ÉL ofrece a cada uno, para que ante todo sea su voluntad la que se realice. Por esta voluntad, Él va haciendo germinar los brotes de una humanidad renovada en la fe y en el amor, que muestran su belleza en estas mismas horas de agonía. Noche oscura, ciertamente, pero por eso mismo propicia para volver a nuestra esencia más pura y desde allí ofrecer lo mejor de lo que esperamos alcanzar.

Si no tuviéramos este tiempo fuera del tiempo

qué poco entenderíamos del tiempo que nos hace

mientras nos desgrana.

Atiende

a la fuente. Ella estará

Después de habernos ido, cuando la tierra

nos acoja en su hoguera. Nuestras venas

como pregón de arroyo hasta el mar.

Si no confías

todo pasará sin que nadie lo recuerde.

Esa luna

libera nuestras almas del impetuoso aturdimiento.

Te hablo

desde donde estamos solo por instantes

para así un día,

el próximo, el inminente,

habitar del todo en él.

Dios nos hace nuevos

             

Lectio divina sobre el evangelio de este V domingo de Cuaresma

Publicado en La Razón 03/04/2022

 

«Yo tampoco te condeno. Anda, y en adelante no peques más». Con estas palabras Cristo deja ir en paz a la mujer sorprendida en adulterio. Ella hubiese merecido la lapidación, de haberse seguido las normas antiguas con una dureza mayor que las de las propias piedras que estaban por arrojarle. Con la misma indulgencia, Dios nos pone hoy delante esa nueva vida a la que nos adentra Cristo con su paso de la muerte a la gloria. Leamos con atención:

«En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?” Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó sólo Jesús, con la mujer, en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?”. Ella contestó: “Ninguno, Señor”. Jesús dijo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.» (Juan 8, 1-11).

La trampa estaba tendida: Si Jesús decía que lapidaran a la mujer, refrendaba la dureza con que los fariseos y escribas forzaban la Ley divina hasta su extremo más radical; pero si decía que la perdonaran, hubiera aparecido como un maestro laxo, que no seguía con fidelidad las leyes de su sociedad. Por eso su respuesta apunta hacia el centro más profundo donde se determina la respuesta humana a Dios. Él interpela la conciencia de estos justicieros. ¿Quién de ellos podía considerarse libre de faltas como para condenar sin consideración a otro pecador? ¿Qué era peor, el adulterio de aquella mujer o la hipocresía que les movía a ellos? Cristo no había venido para abolir ni relativizar la Ley divina, sino para llevarla a la plenitud, y para Dios la plenitud implica la misericordia como eje de su justicia. El Verbo eterno ha descendido a nuestra condición para rescatar desde esa misericordia todo cuanto se ha corrompido y necesita una nueva oportunidad. Él es quien viene a proclamar definitivamente que lo antiguo ha pasado y que Dios está haciendo algo nuevo, ¿No lo notamos? (Cf. Is 43, 19). Ante nosotros queda abierto el reconocernos necesitados de esta oportunidad, superando cualquier actitud justiciera y retaliativa hacia los demás e incluso hacia nosotros mismos. En el tramo final de la Cuaresma estamos llamados a descubrir la necesidad que tenemos de acoger el perdón y la nueva vida que se abre ante nosotros. Necesario es pasar con Cristo por su muerte al pecado y la oscuridad para alcanzar la luz.

En nuestro actual contexto en que la paz se encuentra tan amenazada tenemos que volver a comprender que la paz verdadera y estable solo se construye sobre la justicia que cada uno viva, y la forma más alta de esta es el perdón. Para alcanzarlo, tenemos que volver hacia el centro personal de nuestra propia conciencia, que nos hace reconocernos débiles y necesitados de ayuda para entonces acudir a Dios, que no nos quiere condenar, sino hacernos nuevos por su Misericordia y el ponernos en pie. Desde ahí podemos com-padecer a los demás y posibilitar nuevas oportunidades en vez de condenas sin salida. Por eso la indulgencia de Cristo ante la mujer adúltera es una enseñanza perenne para todos los que queremos vivir en la reconciliación y, desde ella, asentar las bases de la más noble forma de convivir. ¿Estamos dispuestos a dejar caer nuestras piedras y recorrer este camino?

Volver a casa

Lectio divina para este IV domingo de Cuaresma

Publicado en La Razon 27/03/2022

https://www.larazon.es/religion/20220327/trgzfi7t55gwvm2klvjtgimv6u.html

Con la parábola del Padre Misericordioso llegamos al centro luminoso de todo el evangelio. Desde Adán hasta Jesús, toda la historia de la salvación se ha ido desarrollando para llegar hasta aquí, donde se nos revela plenamente quién es Dios y quiénes somos nosotros. Tomemos un momento de intimidad con Dios para meditar estas palabras, siempre nuevas y renovadoras:

«En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo esta parábola. “Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte que me toca de la fortuna’.
El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país, que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. Recapacitando entonces, se dijo:
‘Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros’. Se levantó y vino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Su hijo le dijo: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo’. Pero el padre dijo a sus criados:
‘Sacad en seguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado’. Y empezaron a celebrar el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo.
Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Este le contestó:Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud’.
Él se indignó y no quería entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Entonces él respondió a su padre:Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado’.El padre le dijo:Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado’.» (Lucas 15, 1-3.11-32)

Dios es el padre humilde, valiente y misericordioso que aparece en estas líneas. Por amor se pone por debajo de sus dos hijos, respetando su libertad y manteniendo su corazón abierto para acogerles en su alegría y bondad. No les juzga ni condena, no les coarta ni detiene sus pasos. Les espera, se arriesga a ser rechazado en su amor y, sobre todo, no deja de tener abiertas las puertas de su casa hasta que reconozcan plenamente su dignidad de hijos. Cada uno debe ahora dar el paso de convertirse en qué idea tiene acerca de su padre para descubrir su propia verdad.

En un silencio de adoración, hago el vacío de cualquier imagen errada que pueda tener sobre Dios -policía, juez, verdugo, ser lejano y desinteresado-. Luego le pido la gracia de contemplarle como realmente ES.

El hijo menor somos cada uno de nosotros cuando le damos la espalda a Dios y pretendemos arrancarle lo que ya Él nos ha ofrecido: Nuestra libertad. Pero aun así, Él vuelve a darnos lo que queremos arrebatar, y hasta más, dejando que nos aventuremos lejos de su presencia. Porque sabe que su amor tiene una fuerza mayor que por sí sola nos hará volver. Nos deja marchar y espera.

Lejos de Él lo perdemos todo. Fuera de su amor solo nos depara la ruina, la impotencia y la oscuridad. El mero instinto por sobrevivir nos mueve a volver a casa, incluso por un interés egoísta. Entonces emprendemos el camino de vuelta tan atribulados por lo que hemos hecho que creemos merecer la humillación y ser tratados como esclavos. Cuando ya avistamos la casa paterna, advertimos una luz en la ventana. Él nos aguarda. No espera que lleguemos y más bien corre para salir a nuestro encuentro… “Padre, he pecado… no merezco… trátame como a un esclavo…”. Pero Él se nos echa al cuello y nos llena de besos: “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida”. Nos cambia los harapos por vestiduras, sandalias y anillo de dignidad, y manda a celebrar en grande.

¿Me veo a mí mismos como merecedor de tanto amor? ¿Soy consciente de mi dignidad de hijo libre y amado por Dios o me considero un esclavo? ¿Tomo parte en su banquete o me conformo con las migajas?

Pero también somos el hijo mayor cuando no dejamos que Dios sea nuestro padre, compartiendo su misericordia. “Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo…”. Estamos siempre en su presencia, pero no nos falta tanto por asemejarnos a Él. No experimentamos la alegría de ser sus hijos por imponerle la imagen de un dueño castigador, tan distinto del Abbá-Padre que nos revela Jesucristo. Por eso tampoco somos capaces de reconocer al otro como hermano, perdonarle y alegrarnos por su conversión. Así que nos rehusamos a entrar en casa, ¡nuestro propio hogar! No pensamos como el padre y, aunque hayamos estado siempre con él, en verdad añorábamos otras compañías, como banquetear con los propios amigos. Cumplimos como empleados ante un jefe, como inquilinos ante un casero o como estudiantes ante un examen. No como hijos. Y es allí donde está el gran fallo y la gran tarea de nuestra conversión.

¿Cuántas de mis autoexigencias, incluso “religiosas”, me alejan de la casa del Padre? ¿Cuántas imágenes erradas mantengo acerca de Él, sin haberle conocido íntimamente? ¿A quién adoro en realidad, a Dios que es Amor o a un ídolo que me voy formando?

 

¿Miedo o santo temor?

Meditación para este III domingo de Cuaresma

            ¿Nuestra vida espiritual está marcada por miedos que nos impiden crecer o por una justa reverencia de amor? Es decir, ¿nos mueve el miedo o el santo temor de Dios? Sobre esto nos alerta el Señor con las certeras palabras del evangelio de hoy. Leamos y meditemos:

«En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús contestó: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.”
Y les dijo esta parábola: “Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: “Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde? Pero el viñador contestó: “Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas» (Lucas 13, 1-9). 

Nos estremecemos al recibir estas palabras de Cristo. El mismo Señor de la misericordia a la vez nos sacude mostrándonos la fatalidad que puede estar a nuestras puertas. No basta con pensar que Dios perdona todo y tendrá piedad de nosotros. Hay que tener conciencia del propio pecado y de su infinita santidad. Pero tampoco podemos creer que son tan grandes nuestras culpas que ya no merecemos una oportunidad y tendremos que cargar por siempre con la desdicha. Démonos cuenta de que Él continuamente nos da oportunidades de convertirnos a su amor y vivir en la verdadera libertad, como el que siembra una higuera en su campo esperando que dé frutos a su tiempo. Por eso, pregúntate si vives una religiosidad superficial, sin un compromiso hondo con sus exigencias o igualmente superflua al estar sostenida en un miedo insano.

Jesús dirige el evangelio de hoy a gente piadosa de su pueblo que se preguntaba por qué Dios parecía no protegerles en algunas ocasiones. Ellos tendían a resolverlo con el argumento de la retribución, que era algo así como: “Si te portas bien, Dios te ayuda y prosperas, pero si te va mal será a causa de alguna culpa tuya o de tus antepasados”. Con ello se justificaban bajo cierta religiosidad las desigualdades de la sociedad, donde unos pocos gozaban de grandes privilegios por su linaje, cargos y una religión de apariencias, mientras muchos permanecían bajo el estigma de la culpa. Pero, ¿dónde quedaba entonces el perdón de Dios, que siempre va unido a la libertad y una nueva oportunidad para el creyente? Porque la culpabilidad hunde y detiene, a la vez que cierra las puertas a la esperanza. Pero en vez de culpabilidad, Cristo enseña a asumir la responsabilidad, que implica conciencia, decisión de reparar el daño y avanzar. Un Dios justiciero  no puede ser fuente de vida y libertad. Él es el Padre que procura que sus hijos avancen hacia la plenitud de la vida, aprendiendo de lo negativo y yendo más allá de ello.Por eso, reflexiona sobre cuántas veces te acercas a Dios con una mentalidad justiciera o comercial, del tipo: “Yo te doy, tú me das”. ¿Cuántas veces utilizas tus culpas pasadas para no cambiar y justificar una vida estéril?

Este evangelio es también buena noticia porque nos sacude poniendo en alerta nuestros sentidos espirituales. La conclusión de la parábola deja abierta la última oportunidad que el dueño de la viña, que representa a Dios, concede a su higuera para que empiece a dar frutos. Aparece así su misericordia  como esa última oportunidad que no se puede desaprovechar. Hoy esta Cuaresma es esa oportunidad para nosotros. No dejemos para luego lo que Dios nos exige ahora. ¿Estás dando los frutos de vida que Él espera de ti? ¿Qué propósito te haces para aprovechar la oportunidad de este tiempo?

Autenticidad

Lectio divina para este VIII domingo del tiempo ordinario

Publicado en La Razon 27/02/2020

Son tantas las veces que proyectamos nuestros defectos en los demás, juzgándolos con una medida impropia y que no ayuda a ninguno. Antes de fijar la mirada en los otros, más bien hagamos examen sobre nosotros mismos. Démonos cuenta de que, como una huida hacia adelante, rechazamos en ellos mucho de lo que no aceptamos de nuestra propia persona. Sobre esto, precisamente, nos advierte el Señor este domingo. Leamos con atención:

«En aquel tiempo, dijo Jesús una parábola a sus discípulos: “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ‘Hermano, déjame que te saque la mota del ojo’, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano. Pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos. El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca”» (Lucas, 6, 36-45).

Autenticidad significa no pretender, y esto en su doble significado: tanto no exigir del otro lo que no estamos dispuestos a dar nosotros, como tampoco engañar y engañarnos haciendo creer que no tenemos mucho que debe ser corregido. Solo si somos capaces de aceptarnos con sinceridad y humildad podremos ver a los demás en la justicia y en la misericordia. Porque a quien tiene una herida abierta, cualquier cosa le escuece. Por eso tantos reaccionan desmesuradamente ante los demás, cuyos caracteres, con o sin quererlo,  hacen saltar chispas en quienes no han dejado sanar sus heridas por la gracia de Dios y el bálsamo de la misericordia hacia los demás.

Cristo nos dice también que el buen árbol se reconoce por sus frutos. Porque la medida de una verdadera espiritualidad está en la capacidad de generar frutos. No nos ha creado Dios para una vida estéril. Recordemos su mandamiento a la humanidad en el Génesis: «creced y multiplicaos». Esta orden no solo se refiere a la reproducción biológica, sino al crecimiento de nuestra existencia hacia su trascendencia, multiplicando nuestras obras de fe y amor. Es todo lo contrario a una vida cerrada sobre sí misma, sin servir a nadie. Somos llamados a la plenitud de quien genera vida y esperanza a su paso. Las buenas obras, la solidaridad, la alegría y la paz verifican que nuestra fe es auténtica. Esto va mucho más allá del mero cumplimiento de preceptos y el sentirnos conformes con una existencia  superficialmente intachable. Por eso, pregúntate hoy qué tipo de frutos da tu vida de fe y si tus obras están acompañando coherentemente aquello en lo que dices creer.

Finalmente, Cristo nos presenta el baremo para medir nuestra coherencia: lo que sale de nuestros labios, pues de lo que rebosa el corazón, habla la boca. Si vivimos en la verdad, somos veraces. Es decir, nuestras palabras valen por la misma fuerza que expresan, sin necesidad de justificaciones ni subterfugios. Cuando nos encontremos expresando palabras falaces, agresivas o sin consistencia, examinemos cuánto no estamos aceptando de nosotros mismos y sí proyectamos sobre los demás; qué tan fecunda y plena está siendo nuestra propia vida; cuánto estamos haciendo presente el reino de Dios a través del amor por Él y por todos.

            Recita con estupor y confianza este poema:

El reino

es el venir sonoro del encuentro

con quien te espera en el fondo de agua

para el concierto.

El vacío de ti mismo se colma

cuando uno en el otro muere sin lamento.

Estrechas sus manos y en pocas notas

dos o más devienen

en la presencia.

Esta es tu secreta ciencia:

mirarse a los ojos en la danza.

El hermano es tu transparencia,

el azul de hondura y luces ciertas.

Solo eres tú mismo

en el nosotros,

el ímpetu rendido a la inocencia.

Soltar,

soltar por la borda la red henchida de certezas.

Es tema del mar es este gozo

que dispersa las apariencias.

Sin llorar ahogos ni despedidas

la marea nos lleva,

refleja el todo y navega

en fondo al mar, alcanza el puerto.

La mesa espera servida,

se colma la pesca.

Contra-sentido

Publicado en La Razon, 20/02/20222

Lectio divina para este VII domingo del tiempo ordinario

«En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien solo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados;  dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros» (Lucas 6, 27-38).

La lógica del Evangelio es clara: «Dad y se os dará». Si esperamos recibir algo de Dios, antes hemos de ofrecerlo a nuestro prójimo. Esto vale muy especialmente para el perdón, que es el don más precioso que podemos esperar de Dios. Por eso Jesús nos enseña a pedirle: «Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden»  (Mt 5, 23). Y es que la vida cristiana es entrar en el círculo que parte de lo divino, alcanza lo humano y vuelve hasta Dios. Él es la fuente de la compasión y el perdón, porque ante todo es un Dios de amor. De Él sólo puede venir misericordia y cuando llega hasta nosotros espera que respondamos en sintonía. Como hijos que miran su modelo en el Padre, queramos también nosotros vivir con un corazón abierto para acercarnos a cada persona sin juicios ni condenas, dispuestos a ofrecer el perdón y la ayuda concreta a quien nos necesite. No caigamos en el capricho del que solo espera recibir sin ofrecer nada. Reflejemos el amor divino que viene a nosotros viviendo en consecuencia con lo que aspiramos alcanzar.

La meta que nos propone Jesús es alta, la mayor de todas: alcanzar el amor divino. Ciertamente, eso no está en nuestra capacidad. Pero sí podemos pedirle que nos avive con su Espíritu y poner las menores resistencias a su acción en nosotros. Esto se llama conversión, que significa ir en contracorriente de nuestros instintos más inmediatos. Implica un cambio de mentalidad, de objetivos y de la vida entera. Los mayores obstáculos que solemos poner a aquella son nuestra incredulidad, el derrotismo de pensar que ya no tenemos remedio, el permanecer caídos en nuestros viejos prejuicios, mezquindades y egoísmos, en la lógica de la retaliación de devolver mal por ma. Por eso no vivamos solo a partir de lo primero que sentimos. Aventurémonos al contrasentido del evangelio, el cual nos muestra que donde abundó el pecado, sobreabundó aún más la gracia. Nuestra pobreza puede ser nuestra mayor riqueza; cada dificultad, una oportunidad; nuestro dolor, fuente de amor. Por eso, hoy atrévete a deponer ante Cristo todas las resistencias que puedas reconocer en ti. Disponte a ofrecer el perdón ahí donde el primer impulso sería odiar y pagar con la misma ofensa recibida. Esto te hará libre, capaz de aceptar y ofrecer el flujo de la gracia y la vida que esperas alcanzar. El dolor aceptado con amor te dispondrá a esto, y ese perdón ofrecido te hará ser quien eres en verdad.

 

Revés bendito

Foto de José Javier Míguez Rego
Foto de José Javier Míguez Rego FOTO: LA RAZÓN (CUSTOM CREDIT)

Lectio divina para este VI domingo del tiempo ordinario

Las palabras de Jesús son siempre desconcertantes, rompedoras ante lo caduco y sin verdad. Por eso nos cuestionan y hacen asumir la vida desde una perspectiva diversa a la que buscaríamos instintivamente. De ahí que tanto sus bienaventuranzas como los infortunios que declara expresen todo lo que no quisiéramos experimentar, pero que tantas veces viene a nosotros como oportunidad de crecimiento y libertad. Leamos con atención:

«En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: “Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas. Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis. ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas”.» (Lucas (6,17.20-26)

Pobreza, hambre, lágrimas, rechazo y persecuciones… Cuando algo de esto nos pasa, tratamos de salir de ello enseguida, nos encerramos en nosotros mismos por miedo o huimos hacia adelante. Cuánto deseamos, en cambio, la prosperidad, el disfrute, la admiración. Sin embargo, estas orientaciones de nuestros deseos nos hacen perder una gran oportunidad. Porque la lógica del evangelio invierte las prioridades y valoraciones que se le da fácilmente a lo que ocurre y a lo que se tiene. Necesitamos cambiar la perspectiva, buscar a Dios y así descubrir lo que verdaderamente vale. Necesitamos tomar conciencia de que el dolor es connatural a la vida. Si pretendemos huir de él, lo convertimos en sufrimiento, pero si lo asumimos con fe nos hace crecer y avanzar hacia la plenitud. Porque el dolor nos viene desde afuera, mientras que el sufrimiento viene por nuestra decisión consciente o inconsciente de asumir erradamente eso que nos ocurre. Un golpe que nos demos contra una cosa nos puede causar

un dolor físico pasajero, pero si nos quejamos de nuestra torpeza o culpamos a otros, sufrimos también emocional y espiritualmente; nos hacemos pequeños y no avanzamos. Eso mismo sucede con cualquier situación favorable o desafortunada que vivimos. Lo importante es tener bien orientada la brújula de nuestro navegar. Toda borrasca se puede aprovechar si sabemos manejar las velas. Una pérdida puede hacer más ligero nuestro rumbo, mientas que acumular cargas innecesarias nos puede hacer zozobrar.

Cristo contrasta sus bienaventuranzas con las malaventuranzas, es decir, lo que reciben quienes quedan cegados por las falsas consolaciones de esta vida. Las riquezas nos pueden esclavizar en un horizonte muy pequeño, la saciedad nos embota, la diversión nos atonta y los halagos nos adormecen y condicionan. Lo que el mundo considera felicidad es ilusión y engaño, tan distinto a una vida con los ojos y el corazón abiertos, de lo que nos eleva hacia cimas más valiosas y nos reta a superar nuestros límites. Por eso necesitamos meditar acerca de cuáles son esas riquezas, distracciones y saciedad que se convierten en cargas que nos estorban para alcanzar la libertad y la paz. ¿Cuáles son las cosas que puedo dejar de lado para merecer lo que en verdad vale?

La Palabra de hoy nos hace preguntarnos dónde estamos poniendo nuestra esperanza, si en Dios que saca bien del mal y no permite que pasemos una prueba sin darnos la fuerza para superarla o en nuestros medios, siempre insuficientes. Él nos hace descubrir que toda sombra tiene su revés bendito, toda dificultad es una oportunidad, toda cruz, el camino hacia la luz. No tratemos de huir de ello. Asumámoslo con el alma despierta para ver lo que puede revelarnos el verdadero sentido de la vida. Medita y ora con este poema:

Cuando la tormenta se levante

y permanezcas firme ante el timón.

Si con el silencio de los sabios

reconoces que es hora de bajar las velas

y dejarse conducir por el soplo de Dios.

Cuando sepas dar calma a quienes

vean hundirse sus naves

y no llores tu propio naufragio.

Si contra el viento que traiciona,

y contra toda corriente de miedos y dolor.

Si contra la noche con sus hielos,

permaneces. Cuando caigas con la pesca y la barca hasta el fondo

y te mantengas atento al torrente de adentro,

entonces habrás vencido.

La pérdida será ganancia

y tu pequeña chispa encenderá una hoguera:

el calor del cielo entre las olas.

Alzado como faro en las noches de miedo,

habrás triunfado.

Aun cuando parezca naufragio

, pero hayas permanecido firme en la llama inagotable.

Habrás llegado al esperado puerto.

Estará en ti con todas tus voces sosegadas

y la luz serena del torrente sin final

Ver a Dios

Lectio divina de este V domingo del tiempo ordinario

Lectio divina de este V domingo del tiempo ordinario, por tu
palabra, echaré las redes”. Y, puestos a la obra, hicieron una redada tan grande de peces
que las redes comenzaban a reventarse. Entonces hicieron señas a los compañeros, que
estaban en la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Vinieron y llenaron las
dos barcas, hasta el punto de que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se echó a los
pies de Jesús diciendo: “Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador”. Y es que el
estupor se había apoderado de él y de los que estaban con él, por la redada de peces que
habían recogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran
compañeros de Simón. Y Jesús dijo a Simón: “No temas; desde ahora serás pescador de
hombres”. Entonces sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron» (Lucas
5, 1-11).
Ante el portento de la pesca milagrosa, a Pedro le salta a la vista su propia
indignidad. Porque hasta entonces había sido testigo de algunos milagros de su Maestro,
pero todavía ninguno se había referido tan directamente a él. Ahora comprende que la
grandeza de Jesús le sobrepasa tremendamente. Se da cuenta de su pequeñez ante la

divinidad que se manifiesta en quien es obedecido hasta por los vientos y las olas del mar.
Ciertamente, se trata de una cuestión fundamental de proporciones, que nos sitúa de modo
correcto en lo que somos y el lugar que ocupamos en la creación: Dios es el Eterno e
inabarcable, nosotros somos limitados y pequeños. Pero este mismo Dios es quien llama
a Pedro a seguirle y ha querido bogar en su barca para conducirla a un nuevo rumbo. Por
eso, aunque es infinita la distancia esencial entre Cristo y cualquier otra persona, tanto
Pedro como tú y yo estamos invitados a reconocer que ha sido su amor el que ha querido
acercarse y acompañar nuestros caminos. ¿Te das cuenta de que Dios tiene la iniciativa
de acercarse a tu vida y confías en el camino que Él te señala?
«No temas, desde ahora serás pescador de hombres». Con estas palabras Jesús
ayuda a Pedro a salir de sí mismo, a dejar de mirar la estrechez de su pequeño mundo
para disponerse a la misión que Él le encomendará. Para ello debe ser consciente de sus
límites, sí, pero para ayudar a los demás a salir de ellos. Ahora será pescador de hombres,
hacia quienes dirigirá sus esfuerzos por comunicarles la vida nueva que viene de Dios.
Este es el punto crucial del auténtico conocimiento de nosotros mismos a la luz de la
gracia: La conciencia de nuestra imperfección ha de ayudarnos a ser solícitos con los
demás, hacia quienes hemos de dirigirnos con misericordia y generosidad. Pregúntate,
por tanto, si la conciencia de tu propia fragilidad te encierra en el pesimismo o te hace
más solícito con quienes te necesitan. En este punto se comprueba la autenticidad de tu
propia humanidad y de tu misma fe.
Disponte entonces a tomar el timón de tu vida con la serena seguridad de quien es
conducido por el soplo del Omnipotente. Que veas tu propia pequeñez para abismarte en
la grandeza de quien te ama y en la misión a la que te envía. En tu camino encontrarás
muchos más a quienes iluminar con la gracia recibida, y que invitarás también a un
portentoso navegar

divinidad que se manifiesta en quien es obedecido hasta por los vientos y las olas del mar.
Ciertamente, se trata de una cuestión fundamental de proporciones, que nos sitúa de modo
correcto en lo que somos y el lugar que ocupamos en la creación: Dios es el Eterno e
inabarcable, nosotros somos limitados y pequeños. Pero este mismo Dios es quien llama
a Pedro a seguirle y ha querido bogar en su barca para conducirla a un nuevo rumbo. Por
eso, aunque es infinita la distancia esencial entre Cristo y cualquier otra persona, tanto
Pedro como tú y yo estamos invitados a reconocer que ha sido su amor el que ha querido
acercarse y acompañar nuestros caminos. ¿Te das cuenta de que Dios tiene la iniciativa
de acercarse a tu vida y confías en el camino que Él te señala?
«No temas, desde ahora serás pescador de hombres». Con estas palabras Jesús
ayuda a Pedro a salir de sí mismo, a dejar de mirar la estrechez de su pequeño mundo
para disponerse a la misión que Él le encomendará. Para ello debe ser consciente de sus
límites, sí, pero para ayudar a los demás a salir de ellos. Ahora será pescador de hombres,
hacia quienes dirigirá sus esfuerzos por comunicarles la vida nueva que viene de Dios.
Este es el punto crucial del auténtico conocimiento de nosotros mismos a la luz de la
gracia: La conciencia de nuestra imperfección ha de ayudarnos a ser solícitos con los
demás, hacia quienes hemos de dirigirnos con misericordia y generosidad. Pregúntate,
por tanto, si la conciencia de tu propia fragilidad te encierra en el pesimismo o te hace
más solícito con quienes te necesitan. En este punto se comprueba la autenticidad de tu
propia humanidad y de tu misma fe.
Disponte entonces a tomar el timón de tu vida con la serena seguridad de quien es
conducido por el soplo del Omnipotente. Que veas tu propia pequeñez para abismarte en
la grandeza de quien te ama y en la misión a la que te envía. En tu camino encontrarás
muchos más a quienes iluminar con la gracia recibida, y que invitarás también a un
portentoso navegar

Más que un profeta


Lectio divina de este IV domingo del tiempo ordinario

Publicado en La Razón, 30/01/2022


La vocación del profeta es grande y riesgosa. Su misión viene de Dios, y
por eso habla en nombre del que le ha llamado y enviado. Y como muchos creen
ya conocer a Dios sin vivir una relación profunda con Él, el mensaje de aquel
puede ser chocante y suscitar rechazo y persecuciones. Esto es lo que le sucede
al mismo Cristo al presentarse como el Ungido de Dios ante la gente de su propio
pueblo:
«En aquel tiempo, Jesús comenzó a decir en la sinagoga: Hoy se ha
cumplido esta Escritura que acabáis de oír. Y todos le expresaban su aprobación
y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: “¿No
es este el hijo de José?”. Pero Jesús les dijo: “Sin duda me diréis aquel refrán:
“Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído
que has hecho en Cafarnaún”. Y añadió: “En verdad os digo que ningún profeta
es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas
en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y
hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue
enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos
leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de
ellos fue curado sino Naamán, el sirio”. Al oír esto, todos en la sinagoga se
pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta
un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención
de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino» (Lucas
4, 21-30).
Cristo es más que un profeta, porque es el Hijo de Dios, tan distinto a nosotros. Por eso su mensaje choca aún más contra los acomodamientos que
hacemos de la palabra siempre nueva y creativa del que es mucho más que nuestras pequeñas comprensiones. Él ve y va siempre más allá, impulsa y
desafía, saca de la comodidad y cuestiona el sentirse demasiado seguro de sí
mismos. Ante esta verdad, es necesario que nos preguntemos cómo recibimos

la palabra siempre nueva y creativa de Dios. ¿Estoy dispuesto a cambiar mi vida,
estructuras y acomodamientos a partir de ella?


Jesús señala que donde menos se reconoce al profeta es en su propia
tierra. Se refiere a su entorno familiar y social, pero también puede ser el mismo
interior de la persona, que debe convertirse para vivir con coherencia el mensaje
que Dios le impele a comunicar. Los paisanos de Jesús miran su pasado, sus
etiquetas y prejuicios sobre él, sin abrirse a la novedad de Dios que siempre puede sorprender. Esta actitud puede acabar ahogando el Espíritu y frenando la profecía. La fuerza de Dios queda estéril en una tierra así. En nuestro caso, esta
tierra pueden ser nuestros familiares, amigos y los que creen conocernos mejor.
Bajo la aparente buena voluntad de evitarnos problemas, nos desaniman a arriesgarnos, a mirar más allá y luchar por valores más elevados, a transformar nuestra propia persona y nuestra historia. Son los que desconfían de nuestra
propia conversión y llamada a una misión. Prefieren que siempre seamos iguales, en vez de ayudarnos a que siempre seamos mejores. Tengamos
cuidado con que estos mensajes no nos detengan en nuestro avanzar hacia la
plenitud de nosotros mismos y nos impidan comunicar esa palabra única que
Dios pone en cada uno. A la luz de esta realidad, reflexiona sobre quiénes te frenan y te impiden mejorar. No les reproches, pero ve más allá de esas limitaciones, y disponte a dar lo mejor de ti con humildad y alegría.


La propia tierra también se refiere a nuestra propia mente, a esa voz
interior que muchas veces también nos limita y detiene con pensamientos del
tipo: “Siempre he sido así”, “Pero es que yo…”. Estos son mensajes que nos llegan desde nuestras heridas y miedos, que bloquean la acción del Espíritu y
nos impiden vivir en su libertad. Pero Dios quiere y puede sanar todo ello. Por eso no nos centremos en esos límites, sino en la gracia que Él nos da para
superarlos. Acallemos la voz de ese “saboteador interior”, y ante cada mensaje suyo, recordemos las palabras del Apóstol: “Todo lo puedo en Aquel que me
fortalece” (Filipenses 4,13), “Es cuando soy débil que soy fuerte, porque la fuerza
de Dios se manifiesta en mi debilidad» (2Cor 12,20). Por eso, en un momento de
silencio dialoga con tus propios miedos y frenos. Acéptalos con paz, pero sobre
todo acepta la gracia de Dios que te ayuda a superarlos. Como san Pedro, dile con esperanza al Señor: “Ya lo he intentado muchas veces y no he logrado nada, pero confiado en tu palabra, echaré las redes” (Lucas 5, 11).

Programa de vida

Publicado en La Razon, 23/01/2022


Lectio divina del evangelio de este domingo III del tiempo ordinario


El inicio del evangelio de Lucas nos presenta hoy el “programa de vida
de Jesús”, que ha de ser también el nuestro, y que se sostiene en los dos polos
de la relación con la Palabra de Dios y el amor a los hermanos. Desde aquí se
articula toda su existencia terrena, llena del Espíritu Santo, hasta consumarse
en su definitiva Resurrección. Leamos y meditemos:
«Ilustre Teófilo, puesto que muchos han emprendido la tarea de componer un
relato de los hechos que se han cumplido entre nosotros, como nos los
transmitieron los que fueron desde el principio testigos oculares y servidores
de la palabra, también yo he resuelto escribírtelos por su orden, después de
investigarlo todo diligentemente desde el principio, para que conozcas la
solidez de las enseñanzas que has recibido.
Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por
toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan. Fue a
Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre
los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo
del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde e staba
escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha
enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y
a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el
año de gracia del Señor”. Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo
ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él
comenzó a decirles: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír ”»
(Lucas 1, 1-4; 14-21).
El inicio del evangelio de Lucas arranca con esta presentación a un
cierto Teófilo, que puede ser cualquier lector que acoja este mensaje como
auténtico “amigo de Dios”, pues es lo que significa este nombre.
Efectivamente, la lectura atenta y vivencial de este mensaje nos ayuda a ser
cada vez mejores amigos de Él. Más aun, como dijo Cicerón: Amicorum es

communia omnia, “Entre los amigos todos los bienes han de ser comunes”, y
la lectura profunda del evangelio de Cristo puede hacer que sus cosas, su vida
y su mensaje se hagan cada vez más nuestros. Para eso fue que san Lucas, que
no había sido testigo presencial de la existencia de Jesús en la tierra, quiso
investigar y poner en orden todo lo que debía saberse sobre él. Fue el mismo
Espíritu de Dios quien le inspiró, dándole la perseverancia, la sabiduría y el
discernimiento necesarios para compilar el mensaje que iremos ley endo
durante todo este año. Porque Dios realiza sus obras moviendo los corazones
y las fuerzas de sus elegidos para que comuniquen su presencia y su actuación
en el mundo, que ahora continúa en nosotros. Por eso al leer este “programa
de vida” con el que Cristo presenta su misión, conviene que nos preguntemos
cuáles son los puntos centrales de nuestra propia existencia y si se parecen a
los del Maestro.
Jesús vive una relación de profunda cercanía con la Palabra de Dios.
Él la escucha, la proclama y la vive en primera persona. Él no ha venido a
suprimir nada de lo que Dios había expresado antiguamente, sino a llevarlo a
su cumplimiento. Ese camino de libertad, esperanza y plenitud que el Creador
había abierto a la humanidad ahora encuentra quien lo recorre sin mezquindad
ni cobardía, sino con la propiedad del Hijo amado que viene a enseñarnos a
andar tras sus huellas. Por eso Jesús no lee las profecías como palabra del
pasado, sino que las actualiza en su propia vida y proclama su cumplimiento.
Así nos enseña cómo debe ser también nuestra atención a lo que Dios anuncia.
Hemos de convertirlo en nuestra única ley de vida y referencia fundamental.
Por eso, pregúntate si te esfuerzas por actualizar la Palabra de Dios en cada
circunstancia de tu vida y si interpretas esta a la luz del mensaje divino.
La Palabra de Dios impulsa a Jesús a amar concretamente a los
hombres. Este discurso inaugural no contiene consideraciones abstractas o
conceptos vacíos, sino que expresa su compromiso concreto por el bien de las
personas: Anunciar, ir en busca de los pobr es, liberar, sanar. Efectivamente,
la fe se verifica en este amor concreto hacia el prójimo, y por eso hemos de
preguntarnos si también nuestra relación con Dios se hace coherente en el
amor hacia los hermanos. Así como Cristo inaugura su misión en el mund o
basándose en este criterio, también nosotros hemos de desarrollar nuestra

communia omnia, “Entre los amigos todos los bienes han de ser comunes”, y
la lectura profunda del evangelio de Cristo puede hacer que sus cosas, su vida
y su mensaje se hagan cada vez más nuestros. Para eso fue que san Lucas, que
no había sido testigo presencial de la existencia de Jesús en la tierra, quiso
investigar y poner en orden todo lo que debía saberse sobre él. Fue el mismo
Espíritu de Dios quien le inspiró, dándole la perseverancia, la sabiduría y el
discernimiento necesarios para compilar el mensaje que iremos ley endo
durante todo este año. Porque Dios realiza sus obras moviendo los corazones
y las fuerzas de sus elegidos para que comuniquen su presencia y su actuación
en el mundo, que ahora continúa en nosotros. Por eso al leer este “programa
de vida” con el que Cristo presenta su misión, conviene que nos preguntemos
cuáles son los puntos centrales de nuestra propia existencia y si se parecen a
los del Maestro.
Jesús vive una relación de profunda cercanía con la Palabra de Dios.
Él la escucha, la proclama y la vive en primera persona. Él no ha venido a
suprimir nada de lo que Dios había expresado antiguamente, sino a llevarlo a
su cumplimiento. Ese camino de libertad, esperanza y plenitud que el Creador
había abierto a la humanidad ahora encuentra quien lo recorre sin mezquindad
ni cobardía, sino con la propiedad del Hijo amado que viene a enseñarnos a
andar tras sus huellas. Por eso Jesús no lee las profecías como palabra del
pasado, sino que las actualiza en su propia vida y proclama su cumplimiento.
Así nos enseña cómo debe ser también nuestra atención a lo que Dios anuncia.
Hemos de convertirlo en nuestra única ley de vida y referencia fundamental.
Por eso, pregúntate si te esfuerzas por actualizar la Palabra de Dios en cada
circunstancia de tu vida y si interpretas esta a la luz del mensaje divino.
La Palabra de Dios impulsa a Jesús a amar concretamente a los
hombres. Este discurso inaugural no contiene consideraciones abstractas o
conceptos vacíos, sino que expresa su compromiso concreto por el bien de las
personas: Anunciar, ir en busca de los pobr es, liberar, sanar. Efectivamente,
la fe se verifica en este amor concreto hacia el prójimo, y por eso hemos de
preguntarnos si también nuestra relación con Dios se hace coherente en el
amor hacia los hermanos. Así como Cristo inaugura su misión en el mund o
basándose en este criterio, también nosotros hemos de desarrollar nuestra

propia misión personal, inspirados por la palabra de Dios hecha concreta en
la caridad hacia los hombres. ¿Qué te falta en este camino? ¿Cómo puedes
armonizar mejor tu propia vida con el modelo divino que se nos ofrece en esta
Palabra?

Transformación

Meditación para este II domingo del tiempo ordinario

Publicado en La Razon, 16/01/2022: http://bit.ly/3GxEpYY

Al inicio del Tiempo Ordinario, el evangelio de Juan presenta una escena determinante de la primera semana de la vida pública de Jesús: la conversión del agua en vino en las bodas de Caná. Esta no es una simple anécdota sobre un favor que Jesús hace a unos novios para sacarles de apuros. Nos dice para qué ha venido a este mundo y qué quiere hacer con nosotros. Él ha venido para suscitar una transformación y llevar a un grado exquisito todo lo que parece insuficiente, pobre y sin sabor. Nos lo dice en una escena cargada de sorpresa, abundancia, novedad, servicio y alegría. Leamos con atención:

«A los tres días había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí.  Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda.  Faltó el vino, y la madre de Jesús le dice: “No tienen vino”. Jesús le dice: “Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora”. Su madre dice a los sirvientes: “Haced lo que él os diga”. Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dice: “Llenad las tinajas de agua”. Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dice: “Sacad ahora y llevadlo al mayordomo”. Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llama al esposo y le dice: “Todo el mundo pone primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora”. Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él» (Juan 2, 1-11).

Jesús realiza su primer milagro en una boda para mostrarnos que él ha venido para sellar la definitiva alianza de amor entre Dios y la humanidad. La unión bendita de un hombre y una mujer es imagen de esa comunión entre lo humano y lo divino. Por ello se expresa como alegría compartida, apertura a los demás, fiesta común, escucha y respuesta a la palabra eterna, discipulado y contemplación. En todo ello Dios está presente y nos dice cómo es Él. Por eso, pídele que te abra a una comunión cada vez más plena con Él y más comprometida con los demás. Proponte establecer lazos de unidad con quien se puedan haber roto o con quien más te cueste.

Jesús transforma el agua usada de esas tinajas de piedra en el mejor y más abundante vino que se hubiera probado. Porque Dios puede y quiere transformar nuestros corazones endurecidos y sucios en algo que no somos capaces ni de imaginar. Eso se llama conversión, cambiar nuestro ser desde lo insípido a lo lleno de vida, de la tristeza al gozo que se ofrece y se comparte. Abrámonos sin miedo a ese poder transformador, porque esta es la fe verdadera. Considera qué cosas, situaciones y pensamientos endurecen tu corazón hasta quizá dejarlo pesado y frío, como esas tinajas de piedra al fondo de las cuales yace suciedad y agua turbia.  Entonces contempla a Cristo convirtiéndola en bebida de alegría ¿En dónde encuentras las fuentes de ese vino? ¿Qué acciones, pensamientos y personas te llenan de vida? Dale gracias a Dios por esas ocasiones que ayudan a tu transformación. Contempla los invitados a la fiesta de tu vida, especialmente aquellos a los que sirves, por los que oras y a quienes anuncias el evangelio. Date cuenta de que esa es nuestra vocación. Hemos nacido para ofrecernos y llenar a muchos de la vida que nos viene de Dios.

Todo esto también exige poner de nuestra parte: llenar las tinajas, hacer lo que el Señor nos dice. Cada vez que salimos de nuestros propios gustos, de nuestra comodidad y medianía, ya empieza a transformarse algo en nuestro interior. Cuando damos un paso de conversión y elevamos la mirada del corazón hacia Dios, ya su gracia está actuando en nosotros. ¿Dónde quedan entonces esas turbias aguas? ¿Dónde la tristeza de una fiesta truncada? Cristo nos ofrece la alegría, la paz profunda, el gozo secreto que nada nos puede arrebatar, a pesar de cualquier adversidad. Experimentémoslo. Nosotros somos hoy los discípulos que antes estuvieron allí, contemplando el primer milagro del Señor: La transformación de nuestros corazones.