Testigo vencedor

Lectio divina para este domingo I de Cuaresma

Las tres tentaciones de Cristo señalan la progresión de los tres ámbitos del combate espiritual. Convertir las piedras en pan es abusar de los dones de Dios pensando solo en el uso y disfrute físico, la gratificación inmediata y el encerrarse en uno mismo. Es el nivel más básico de la condición humana, que necesitamos ordenar hacia toda palabra que sale de Dios. El lanzarse desde el pináculo del templo apunta al reconocimiento y admiración de los demás, el vivir de las apariencias y del qué dirán. Toca el ámbito afectivo que también necesita ser dirigido hacia Dios, a quien hay que obedecer antes que a los hombres. Finalmente, el postrarse y adorar al demonio se dirige al ámbito espiritual más esencial de la persona: su conciencia, libertad y llamada a la adoración. Aquí está comprendida toda la escala de valores y el compromiso con la Verdad y el Bien.

«Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un ayuno de cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre. Y acercándose el tentador, le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes”. Mas él respondió: “Está escrito: No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.» Entonces el diablo le lleva consigo a la Ciudad Santa, le pone sobre el alero del Templo, y le dice: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna”. Jesús le dijo: “También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios”. Todavía le lleva consigo el diablo a un monte muy alto, le muestra todos los reinos del mundo y su gloria, y le dice: “Todo esto te daré si postrándote me adoras”. Dícele entonces Jesús: “Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y solo a El darás culto”. Entonces el diablo le deja. Y he aquí que se acercaron unos ángeles y le servían».

Abrimos la Cuaresma con el pasaje de las tentaciones de Cristo. Aunque el evangelio nos las presenta en un único episodio, debemos saber que toda su vida histórica, de inicio a fin, estuvo marcada por la persecución y la tentación. Porque así es la vida del que quiere ser fiel a Dios y a su propia dignidad. El Hijo de Dios asume, recorre y acompaña esta condición humana y la lleva al triunfo pascual del que también nosotros, unidos a él, podemos participar. No esperemos que la espiritualidad sea solo un camino de consuelos entre algodones. Los cuarenta días en el desierto de Jesús nos hablan de combate contra nuestras fuerzas internas, contra el demonio y el mundo para ordenar todo según la voluntad de Dios. Leamos con atención:

Las tentaciones de Cristo, como las nuestras, se dirigen al propio ser. Por eso el demonio repite tres veces la provocación «si eres…». Porque el pecado, en definitiva, es negar lo más auténtico de nosotros mismos, que es nuestro destino a ser plenamente hijos de Dios. Nuestras tentaciones abarcan lo que nos enceguece por el disfrute material, lo que nos condiciona a partir de la opinión de los otros y lo que nos impide adorar a Dios. Cristo nos enseña a enfrentarnos a todo ello a partir del discernimiento, la familiaridad con su Palabra y la confiada rendición a la voluntad divina. Por todo esto, al comienzo de la cuaresma es necesario que, sin ningún temor, hagamos  cuenta de nuestras tentaciones y las enfrentemos por el amor hacia Dios y el justo amor hacia nosotros mismos y hacia los demás. Tomemos conciencia de que ceder a ellas nos harían negar nuestro ser más auténtico, nuestra propia vocación y misión. Volvamos a elegir lo que nos hace vivirlas plenamente.

Oremos con estas palabras inspiradas en Efesios 6:

Querido Señor Jesús,

hoy vengo a rendirme ante ti, ante tu amor y tu verdad.

Te presento todas mis tentaciones.

Tú las conoces porque las has vivido en tu propia carne. Y las has vencido.

Enséñame también a mí a vencerlas. Ayúdame a luchar, no caer.

Que no olvide tu Palabra, lo que quieres de mí, de mi ser más auténtico.

Que no lo niegue, Señor y Dios mío. Que no me traicione a mí mismo, a mi destino en ti.

Hoy me fortalezco en el poder de tu nombre, Señor Jesús, para luchar contra el diablo y sus espíritus.

Porque la vida es, ante todo, una lucha espiritual. Y tú nos has dado las armas para combatirla.

Me mantengo en pie, como resucitado contigo, y busco las cosas del cielo , que es mi fin. No me ato a las de la tierra, que son solo medios.

Ciño mi cintura con el cinturón de la verdad: que estoy necesitado de ti, que no puedo luchar solo, sino con la fuerza de tu gracia.

Me cubro con la coraza de tu cruz, que es mi única justificación ante Dios.

Calzo mis pies con tu evangelio, para que guíe mis pasos y no yerre en mi camino.

Es tu evangelio de la paz, la paz que me esfuerzo por alcanzar en mí mismo y con los demás.

Embrazo el escudo de la fe: que soy hijo del Padre, discípulo tuyo y templo de tu Espíritu.

Este es el escudo que calcina los dardos del demonio, a quien no debe temer, sino combatir.

Me cubro también con el yelmo de la salvación. La que nos viene por tu Cuerpo y tu Sangre entregados en la cruz y que recibo en cada Eucaristía.

Y blando con tu fuerza, la espada del Espíritu, que es tu Palabra. Espada de doble filo que penetra hasta lo más íntimo.

Lo hago al escucharla, al ponerla en práctica y anunciarla sin rebajas.

Porque ella me hace cada día más semejante a ti, el testigo fiel y verdadero que luchas para vencer.

Amén

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