
Lectio divina para este domingo XXII del tiempo ordinario
Tantas veces queremos cambiar las cosas desde arriba. Con actitud de
superioridad pretendemos dirigir la vida de los demás. La lógica del Evangelio, sin
embargo, enseña lo contrario: Somos grandes cuando descendemos, alcanzamos la gloria si vivimos la humildad. El verdadero Maestro es el que vive entre nosotros cuando nos amamos. Los cambios duraderos son los que parten desde abajo; las relaciones másestables son las que se construyen descendiendo y abriéndose a los demás con generosidad. Todo esto es ciertamente una llamada a la conversión. Así nos lo explica el evangelio de hoy:
«Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer y
ellos lo estaban espiando. Notando que los convidados escogían los primeros puestos,
les decía una parábola: “Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto
principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y venga el que os
convidó a ti y al otro, y te diga: “Cédele el puesto a este”. Entonces, avergonzado, irás
a ocupar el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último
puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: ‘Amigo, sube más arriba’.
Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece
será humillado; y el que se humilla será enaltecido”. Y dijo al que lo había invitado:
“Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus
parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás
pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás
bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los
justos”». (Lucas 14, 25-33)
Rechazo, discriminación, pérdida del aprecio… ¡Cuánto sufrimos cuando nos toca atravesar algo de esto! Tendemos, para evitarlo, a buscar lo que más nos conviene y a preferir los reconocimientos y halagos. Sin embargo, el evangelio invierte las prioridades y valoraciones que se le da fácilmente a lo que ocurre y a lo que buscamos. Necesitamos cambiar la perspectiva, buscar a Dios en lo sencillo y así descubrir lo que verdaderamente
vale, aunque muchas veces esto signifique invertir las prioridades. Toda borrasca se puede
aprovechar si sabemos manejar las velas. Una pérdida puede hacer más ligero nuestro rumbo, mientas que acumular cargas innecesarias nos puede hacer zozobrar. Y, ciertamente, la carga que más pesa en la vida es la de nuestro propio ego. Por eso necesitamos aprender a tomar el último lugar para merecer el primero; necesitamos disminuir para poder crecer.
El evangelio nos indica un orden de prioridades que desafía nuestras tendencias innatas y las jerarquías de este mundo. Porque Dios elige siempre lo menos vistoso, precisamente aquello a lo que se le da menos valor: Una zarza en la montaña para hacerla arder con su presencia, una roca en el desierto como eje entre la tierra y el cielo, la doncella de una aldea para convertirla en su propia madre. Es así como ha querido acompañar la historia humana y también es así como quiere acompañar tu historia
personal. Por eso, aprende a elegir lo menos relevante y acostúmbrate a preferir lo que queda en último lugar. Tu sorpresa será grande cuando Dios convierta todo aquello en lo primero y más importante. Solo desde esta libertad radical damos una respuesta coherente y cada cosa en nuestra vida gana su verdadero valor. Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido.
Este domingo coincide con la festividad de un gran santo que nos ilumina acerca
del orden de prioridades que nos revela el evangelio: Agustín de Hipona. Este buscador de la verdad y su belleza pensó encontrarlas inicialmente en complejos sistemas filosóficos o herméticas propuestas religiosas, mientras que despreciaba la verdadera Revelación, la de Cristo, por considerarla demasiado simple y pueril. Perdía así su vida, su ilusión y libertad. Su desesperanza se volvía desesperación y su increencia, impiedad.
Sin embargo, la luz de la gracia le sorprendió bajo la sencilla voz de un niño, que sin aspavientos le invitó a realizar el mayor acto de valentía que hubiera hecho hasta entonces: “Toma y lee”, le dijo. Y así se dispuso a abrir unas páginas de la Biblia. Esos pasajes, que hasta entonces despreciaba como supersticiones de ignorantes, le revelaron
su propia verdad. Le esperaba allí la presencia viva que, sin saber, había buscado desde siempre. Entonces Cristo se convirtió en su Maestro interior y la Iglesia, en el lugar para encontrarlo y prolongarlo en el tiempo. Solo le hizo falta cambiar su perspectiva,
vencer su soberbia para alcanzar lo más grande haciéndose pequeño. Esta búsqueda de san Agustín, que pasó del materialismo a la sensualidad, y de ahí a la superstición y la increencia, se parece a los devaneos de nuestros tiempos, cuando tantos tropiezan de un extremo al otro de lo que nos seduce y decepciona con sus faustos. Lo que se necesita ante ello es la valentía de buscar y elegir lo menos vistoso. Allí, en lo aparentemente
simple y despreciable, se esconde la verdad.