Lectio divina para este IV domingo de Pascua
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Pintura: «El buen Pastor», de Bartolomé Esteban Murillo. Museo de El Prado, Madrid
¿Acaso necesitamos un pastor? ¿Es que somos un rebaño sin libertad y criterio propio? ¿No tenemos derecho a seguir nuestro camino, sin que otro nos lo indique? Es siempre más atractivo marcar las propias reglas, amoldar las cosas a nuestro parecer y complacer el propio gusto. El hombre como medida del mundo y el mundo a la medida del hombre. ¿Para qué más? Todo razonablemente calculado según lo que creamos merecer. Visto desde esta perspectiva, ciertamente un pastor incomoda; es necesario prescindir de él en nombre de la libertad. Sin embargo, hay pastores y libertades; hay asalariados y espejismos que esclavizan. Sobre esto nos habla el sintético evangelio del IV domingo de Pascua, siempre centrado en la figura del Buen Pastor:
«En aquel tiempo, dijo Jesús: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Lo que mi Padre me ha dado es más que todas las cosas, y nadie puede arrebatar nada de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno”.» (Juan 10, 27-30).
Cristo no se presenta a sí mismo como un pastor más, sino como el pastor bueno, tan distinto de los que buscan su propio interés. Para estos, el rebaño es una mercancía de la cual sacar provecho, y por ello lo tratan como masa para comerciar o manipular. En cambio, Jesús es el único que hace lo impensable por su grey: da la propia vida por ella. No solo nos defiende de los ataques del lobo que acecha para convertirnos en su presa, sino que se deja herir y arrancar la vida en nuestro lugar. Por eso, con su resurrección él nos puede guiar hasta la vida eterna, donde nos apacienta sin nada que temer. Esa eternidad comienza ya aquí, al recibir la paz que él nos ofrece. Por eso el místico medieval Johannes Tauler comenta que el redil de este rebaño es el corazón de Dios Padre, adonde el Salvador nos adentra para que vivamos en la paz. Es decir, él nos hace entrar en un aprisco donde no quedamos encerrados, sino al contrario, donde nos hacemos más libres al vencer todo lo que nos promete la libertad, pero que fatalmente termina esclavizándonos. Esto lo logramos pasando de una existencia caduca a la plenitud de la vida en comunión de fe y amor hacia él.
Un pastor pasa días y noches con su rebaño; le encamina hacia un destino seguro, al mismo tiempo que va conociendo una a una a sus ovejas. Este verbo, “conocer” (“ginosco”, en griego), en la Biblia tiene un significado y profundidad tremendos, y es central en este evangelio. No solo se refiere a una operación mental, sino que implica a toda la persona en su intimidad y exterioridad: espíritu, mente y cuerpo. Es un movimiento de amor totalizante, pues se refiere al amor que vive Cristo con Dios Padre, y por eso puede extender a las criaturas que ha venido a salvar. Por eso asumió nuestra carne, para conocernos desde lo más auténtico y necesitado de nuestra condición, y restaurar en sí mismo toda nuestra belleza y dignidad. Las ovejas, asimismo, van re-conociendo la voz de su pastor, y le siguen. Aquí está el quicio de su relación: Dios conoce amando a cada uno de sus elegidos y estos, a su vez le reconocen y responden a su voz. Él nos ofrece su paz y nosotros podemos mantenernos en ella en la medida en que respondemos a ese amor y esa confianza.
Este es el Pastor que sí necesitamos, pues nos ofrece lo que no pudiéramos alcanzar por nuestras propias fuerzas, que es nuestra verdad más pura, la que nos limpia, fortalece y hace capaces de trascender. Lo que nos toca hacer es dar el paso humilde y valiente de atender a la voz de Aquel que nos llama personalmente. Nos corresponde decidir cuál es la libertad que queremos ejercer: una cerrada en su propia caducidad y soberbia o aquella que por amor se rinde ante quien de antemano se ha rendido ante nosotros, entregando su propia vida para ofrecernos la definitiva. Por eso, haz callar dentro de ti la estridencia de voces confusas y atiende a esa que te habla apenas como un susurro, pero a la vez con el esplendor de un amor que te da la libertad y la paz que tanto ansías.