Un “como” desmedido

 

Lectio divina del VI Domingo de Pascua

 

 

«Permaneced en mi amor…» Este domingo el Señor sigue destacando el verbo central del evangelio anterior: permanecer. Tal insistencia se da porque el permanecer es esencial a la Pascua de Cristo y, por tanto, para todo el que es alcanzado por su fuerza. Porque la fe es un misterio de permanencia en un doble movimiento: Dios permanece con nosotros y nosotros hemos de permanecer en Él. Recordemos a los discípulos del camino hacia Emaús, quienes al sentir que sus corazones ardían ante la presencia del Resucitado, le piden que se quede con ellos (Lucas 24). Y claro que se queda. aunque dejen de percibirlo a simple vista; ahora, para reconocerlo, han de permanecer en la manera en que él les enseñó a vivir. Meditemos sus palabras en el pasaje de hoy:

«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros” ».

 

              En estas líneas, Cristo vuelve a desafiarnos con uno de sus “como”. En la Biblia, este adverbio es importantísimo en sus diferentes usos. Pensemos en el mandamiento de amar al prójimo como a uno mismo (Levítico 19, 18) o a la comparación: “Como un padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por sus fieles” (Salmo 102). Hoy él nos anuncia que nos ha amado como el Padre le amó a él, y es en este amor donde nos invita a permanecer. Es esta una aspiración tremenda: que actualicemos en la tierra el amor que él vive eternamente con el Padre en el cielo. Meta altísima y, ciertamente, inalcanzable por las meras fuerzas humanas. Necesitamos la ayuda de Dios. En primer lugar, necesitábamos que Él mismo volviese a tender el puente que la humanidad había hecho volar al rechazarle con el pecado. Por eso Cristo ha restablecido este vínculo al sellar su nueva alianza con nosotros en su cuerpo tendido en la cruz, que ha unido por siempre el cielo y la tierra. Esta es la “des-medida” de su amor, que es la que nos invita a mantener en nuestras relaciones de hermanos: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor”. ¿Cómo es ese amor del Padre hacia Cristo? Es el de un padre no paternalista. Él no sustrae al Hijo de la prueba y el dolor, cuya existencia terrena estará marcada por el rechazo y la tentación (“Vino a los suyos y los suyos no le recibieron”; “Si eres hijo de Dios, bájate de esa cruz”; Juan 1, 11 y Mateo 27,40). El Padre le envía al mundo respetando su libertad, que Jesús ejercerá en innumerables ocasiones en que podrá sostenerse en su propia voluntad o en la del que le ha enviado. Y como él elige siempre amar al Padre, que le mueve a amar hasta el extremo a los suyos, nos manda a dar esta misma respuesta, en la que se encuentra nuestra propia realización y nuestra paz. Qué distinto es este amor de los supuestos de conciliación, diálogo y tolerancia, que no se edifican sobre las verdades perennes, sino en su disimulo y negociación. ¿Qué comunidad puede sostenerse en principios tan endebles? Pues justamente una sociedad inestable, cogida por pinzas para no herir las fáciles susceptibilidades, donde por no asumir el desafío de buscar y servir a la verdad, se termina dejando pasar todo tipo de error, que generalmente conllevan un altísimo precio para la dignidad de las personas, generalmente las más débiles y menos poderosas.

Permanecer en Cristo es continuar la dinámica de amor expansivo, creativo y estremecedor que va del Padre hacia el Hijo, de este hacia nosotros y de nosotros vuelve al Padre por el Espíritu Santo. Es como una sinfonía de amor que va y vuelve entre lo divino y lo humano. Dios no deja de ejecutar su parte con estabilidad eterna; a nosotros nos corresponde no desentonar dándole la espalda a sus mandamientos. Por eso hemos de preguntarnos si le estamos siendo verdaderamente fieles, qué lugar le estamos dando en nuestras aspiraciones y decisiones, cómo y cuánto estamos buscando extender hacia los demás el amor que recibimos de Él. Recordemos: este no puede conformarse con lo mínimo, sino que se mide con la misma desmedida del amor con que Cristo nos ha amado. Es ahí donde hemos de permanecer.

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