Meditación para este IV domingo de Cuaresma

Cuando la Biblia habla de amor, no se refiere a un amor cualquiera, sino al amor que es fuerte más que la muerte (Cantares 8, 6). En él lo determinante es la disposición a dar y darse a sí mismo por el bien de quien se ama; dar lo más valioso y más bello de sí por lo que anhela y lucha nuestra alma. Bajar este nivel, en cambio, es conformarse con la satisfacción inmediata, la complacencia del gusto que se agota y muta. Porque el amor implica un “duelo”, es decir, enfrentamiento entre dos fuerzas que se contraponen: la satisfacción de mí mismo o el ofrecimiento gozoso de quien soy por un Bien mayor. Y es Dios quien tiene la primacía y vive al máximo este movimiento de salida y ofrecimiento de sí: «Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3, 16-17).
En un contexto como el nuestro, que va a la deriva de las razones débiles y compromisos efímeros, este amor fuerte es la respuesta que nos salva de toda medianía y despierta a la vida verdadera, esa que se encuentra a sí misma al abrirse a la verdad y ofrecerse con generosidad y valentía. Por eso hoy continúa afirmando Cristo: «El que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios» (Juan 3, 21). En cambio, el mundo sin Dios nos dice que tener es poder y que eso nos hace ser. Pero fácilmente comprobamos que la paz, la felicidad y la plenitud no están en llenarnos de cosas externas ni manejar todo a nuestro antojo. Más bien, alcanzamos esos grandes anhelos mientras más nos donamos, cuando ofrecemos lo mejor de nosotros mismos. Por eso, ante la mentira mundana, si vivimos el evangelio experimentamos que mientras más doy, más soy; mientras más ofrezco, más crezco.
En estos días corre la noticia del fallecimiento de Teresa Castillo de Diego, niña de diez años que ofreció su vida como misionera en Madrid “para que muchos conozcan a Dios y vayan al cielo”. Teresita murió a causa de un tumor cerebral, pero sigue viviendo para dar testimonio del amor de Dios y que tantas otras personas también respondan a Él. En sus últimos días en el hospital de La Paz pudo recibir los sacramentos de manos de Don Ángel Camino, Vicario Episcopal de Madrid, que nos cuenta: “Un vendaje blanco rodeaba toda su cabeza, pero tenía la cara suficientemente descubierta como para percibir un rostro verdaderamente brillante y excepcional”. Después de preguntar al sacerdote si le estaba llevando a Jesús en la Comunión, Teresita le dice: “Yo quiero ser misionera”. Don Ángel confiesa haber quedado impactado y, sacando fuerzas de donde no tenía por la emoción que le produjo ese deseo, le dice: “Teresita, yo te constituyo ahora mismo misionera de la Iglesia, y esta tarde te traeré el documento que lo acredita y la cruz de la misionera”. Pocas horas después, Don Ángel volvió al hospital para entregarle estos signos, que Teresita pidió le colgaran en la barra de la cama para recordar por su vocación: “Ofrecer al Señor, en todo momento, sus dolores y lo que pueda costarle física o psicológicamente para acercar a muchos hombres y mujeres, niños y niñas, a Jesús, como lo hizo Santa Teresita (de Lisieux), Patrona de las misiones”, según reza el pergamino.
El ofrecimiento de su propia vida por parte de Teresita Castillo de Diego para que muchos otros conozcan a Dios muestra hoy que el amor de Cristo, que nos lo da todo, merece ser amado literalmente hasta el último aliento, poniendo una y otra vez nuestra vida bajo su cruz. Esta niña, como el Discípulo Amado, ha sabido ponerse bajo la Cruz redentora para acoger y transmitir toda la luz, la gracia y la vida que Cristo continuamente derrama sobre nosotros desde el culmen de su entrega. A través de ella Dios nos enseña hoy cómo podemos unir nuestra voluntad a la suya y adquirir los mismos sentimientos de su corazón abierto para darlo todo. Por eso, con humildad y gratitud acogemos este testimonio de un amor más fuerte que la muerte y dejamos que nos despierte a la vida verdadera, que nunca podemos perder de vista: “Papá –confesó Teresita a su padre antes de entrar al quirófano– yo me voy al cielo. He soñado con Carlos Acutis y me voy al cielo”.