
Los discípulos se preguntaban qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos porque era inimaginable el destino del Maestro. Sin embargo, para prevenir el escándalo que les causaría su muerte en la cruz, Dios les da un adelanto de la glorificación que recibiría Jesús. Esto es la transfiguración.
Para Dios no hay sacrificio sin gloria, porque no hay lucha sin recompensa. El odio del mundo no puede tener la última palabra sobre los que siguen la voluntad divina.
Cristo lleva hacia lo alto a quienes ama para mostrarle su identidad más profunda: luz y gloria. El Padre confirma una vez más que él es el Hijo Amado a quien hay que escuchar. Su llamada es también para nosotros: busquemos las cosas de arriba, donde está el Señor. Quedemos así cada vez más impregnados de su realidad que nos envuelve.
Porque también nosotros podemos experimentar muchos adelantos de la glorificación que Dios quiere otorgarnos: cada vez que vivimos en el amor, cada vez que entramos en diálogo con Él en la oración. No desperdiciemos estos momentos de luz que Él nos ofrece y que ellos nos den fuerza para superar cada oscuridad en esta vida.
Baja el sol tan adentro cada tarde.
Allá los montes
siguiendo su mensaje,
le cantan.
¿Hacia dónde tus pasos
cuando se nos abre el cielo?
Aquí la tarde
y este sol que pone casa en el centro del pecho.
Junto a ti
es siempre el silencio
quien tiene la última palabra.
Paso a tu paso
ha sido tan claro nuestro andar.
La borrasca
dentro de cada uno encuentra calma,
y nuestros labios se cierran
para escuchar el corazón.
¿Hacia dónde la mirada de aquel
que corre tras el sol
en su último destello?
Dichosos los que encuentran en ti su fuerza
al emprender su santo viaje.
Tan cerca
nos has abierto el cielo en la hora
de perdernos en su noche.
Y así nunca te irás,
tan presente y tan acá,
padre, amigo, hermano.