La Palabra del domingo: hacia el Padre
IV domingo de adviento
Lectura del santo evangelio según san Mateo (1,18-24):
El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto.
Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: «José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados.»
Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que habla dicho el Señor por el Profeta: «Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa «Dios-con-nosotros».»
Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer.
Palabra del Señor
Meditación:
María no fue la mujer de José porque él la usara o dominara, sino porque la amó. Así pudo ser el legítimo marido de quien era el huerto sellado y el jardín cerrado del Creador.
Porque no es nuestro lo que usamos o dominamos, sino lo que amamos.
Ese niño que crecería en el vientre de su mujer y luego en su propia casa era, efectivamente, el Hijo de Dios. No le pertenecía, sino que provenía de quien nos trasciende a todos, y hacia Él se dirigía. Pero José también era legítimamente su
padre. Porque es padre quien espera, quien se pospone a sí mismo para dar la primacía a Dios y hacer que su luz destelle en el corazón del hijo. Porque el estupor, la obediencia y la gratitud de todo auténtico padre forman parte de la lucha por vivir esa misión que, ciertamente, nos supera.
Un padre así no teme hacer que el niño y su madre atraviesen un desierto como forasteros, porque él les llevará de la mano bajo la mano de Dios. Así serán más fuertes que todos los poderes del mal, que no podrán alcanzarles.
Por eso el Hijo del Eterno, sería conocido como el “hijo del carpintero”. Porque este artesano habría enseñado al Logos Divino cosas tan simples como usar un martillo y limpiarse el polvo del camino, u otras tan sublimes como bendecir la mesa y cantar un salmo. Le habrá enseñado a cargar algunos leños cada día, sin saber que llegaría el día, el definitivo en que este hijo le recordaría agradecido al cargar el leño donde estaría clavada la salvación del mundo.
Porque es padre quien deja vivir a su hijo, a su hija, más allá de sí mismo, sabiendo que la vida es siempre audaz, creativa y expansiva. A él tan solo le ha sido confiada para que
no se interrumpa este devenir. He aquí su propia grandeza. Pero mayor grandeza aún será cuando reciba la admiración del hijo que reconoce en él al hombre que ama a su
madre. Es decir, si llega a ser el hombre que enseña al hijo cómo debe ser amada una mujer y a la hija cómo merece ser amada.
Es padre quien hace silencio para que el hijo exprese cuanto le hizo aprender del primero y definitivo Padre suyo y nuestro. Así hasta que llegue el día en que pueda sentarse como discípulo a aprender de aquel al que enseñó a dar sus primeros pasos sin dejarlo caído en sus tropiezos.
Porque le habrá hecho aprender de su propia paternidad a alzar los ojos para pedir ayuda al que puede levantarle. Y cuando llegue el día, y quiera Dios que a todos nos llegue, en que su hijo, su hija, se dirijan hacia un horizonte mayor, ese padre podrá seguir descendiendo. Se hará tan pequeño como para ser contenido ahora en el pequeño corazón y en cada minúscula fibra de esa simple persona que engendró a la vida y
ayudó a crecer. Simple individuo, sí, pero capaz de contener el mundo que aprendió a amar con todo su ser.
Porque dar la vida es enseñar a través del camino de la constancia, la prueba y el desapego, que el amor está siempre al principio y al final de toda vida por la que merezca la pena jugarse la misma vida.