La Palabra del domingo: mirada que transforma

La Palabra del domingo: mirada que transforma

Domingo XXXI del tiempo ordinario

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Lectura del santo evangelio según san Lucas (19,1-10):

EN aquel tiempo, Jesús entró en Jericó e iba atravesando la ciudad.
En esto, un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de ver quién era Jesús, pero no lo lograba a causa del gentío, porque era pequeño de estatura. Corriendo más adelante, se subió a un sicomoro para verlo, porque tenía que pasar por allí.
Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y le dijo:
«Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa».
Él se dio prisa en bajar y lo recibió muy contento.
Al ver esto, todos murmuraban diciendo:
«Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador».
Pero Zaqueo, de pie, dijo al Señor:
«Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le restituyo cuatro veces más».
Jesús le dijo:
«Hoy ha sido la salvación de esta casa, pues también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido».

Palabra del Señor

 

Para contemplar la densidad de este pasaje del evangelio, tenemos que remontarnos más atrás en la historia de la Salvación. Porque se nos dice que Jesús está entrando en Jericó, que no es cualquier lugar, sino que en la Biblia representa un paso decisivo en el camino de Dios con sus hijos. Porque el libro de Josué nos dice que Israel, después ser liberado de la esclavitud de Egipto y de ser purificado por cuarenta años en el desierto, por fin tiene delante la Tierra Prometida. Pero para asentarse en ella, debe primero conquistar la ciudad de Jericó, de fuertes murallas. Y para abatirlas, no ha de emprender ningún asalto ni estratagema militar. Ha de obedecer a la palabra de Dios, que le ordena rondar siete veces en procesión la ciudad mientras eleva cánticos de alabanza a su Dios. Al sonido de la trompeta final, los muros caen, Israel toma la ciudad y desde allí el resto de la tierra que Dios quería entregarle.

Esa tierra representa hoy todo lo que Dios te ofrece para que te enseñorees: tu familia, tus responsabilidades, tu misión en esta vida. Lo has de conquistar mediante tu fidelidad a Él, buscándole, siguiéndole, cambiando todo lo que debes enmendar en tu propia vida.

Fijémonos que Jesús también tiene algo por conquistar en Jericó antes alcanzarnos la definitiva liberación por su muerte y resurrección en Jerusalén: el corazón de un pecador, Zaqueo. Por la fuerza de su palabra, el Señor hace que caigan los muros de su soberbia y corrupción. Zaqueo se convierte, enmienda el daño causado y así puede hacerse discípulo del definitivo reino de Dios. Así se realiza en él lo que anuncia la primera lectura de hoy: “tú corriges poco a poco a los perdidos, los reprendes y les recuerdas su pecado, para que, apartándose del mal, crean en ti, Señor”.

Como Zaqueo, también nosotros tenemos que alzarnos por encima de nuestra pequeñez, del pecado que nos impide ver a Dios. También de las muchedumbres con sus ruidos y condenas, para ver y hacernos ver por Cristo. Ver y también escuchar. Escucha profunda, atenta y transformadora, que nos hace capaces de asumir toda sus exigencias. De ahí nace la adoración que hace caer las murallas de nuestra soberbia y nuestras máscaras. Seremos vistos por Él tal como somos y como hemos de llegar a ser, pues ha venido a rescatar lo que corría el riesgo de perderse. Presentémonos ante Dios sin mezquindad, abriéndole las puertas de todo nuestro ser y reparando de manera concreta y comprometida el daño que hayamos podido causar alguna vez.

¿Qué aspectos de mi vida pondré bajo la mirada del Señor para que Él los redima?

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