La Palabra del domingo: Pan de fortaleza

La Palabra del domingo: Pan de fortaleza

Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo, Corpus Christi

 

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Lectura del santo evangelio según san Lucas (9,11b-17):

En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar al gentío del reino de Dios y curó a los que lo necesitaban. 
Caía la tarde, y los Doce se le acercaron a decirle: «Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado.» 
Él les contestó: «Dadles vosotros de comer.» 
Ellos replicaron: «No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío.» Porque eran unos cinco mil hombres. 
Jesús dijo a sus discípulos: «Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta.» 
Lo hicieron así, y todos se echaron. Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos.

Palabra del Señor

 

Meditación:

Reproducimos este testimonio del Cardenal F.X. Van Thuan que nos ayuda a meditar sobre la Eucaristía como alimento de fortaleza espiritual.

«Cuando en 1975 me metieron en la cárcel, se abrió camino dentro de mí una pregunta angustiosa: «¿Podré seguir celebrando la Eucaristía?». Fue la misma pregunta que más tarde me hicieron los fieles. En cuento me vieron, me preguntaron: «¿Ha podido celebrar la santa misa?». En el momento en que vino a faltar todo, la Eucaristía estuvo en la cumbre de nuestros pensamientos: el pan de vida. «Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6,51). ¡Cuántas veces me acordé de la frase de los mártires de Abitene (s. IV), que decían: Sine Dominico non possumus! – «¡No podemos vivir sin la celebración de la Eucaristía!». En todo tiempo, y especialmente en época de persecución, la Eucaristía ha sido el secreto de la vida de los cristianos: la comida de los testigos, el pan de la esperanza. Eusebio de Cesárea recuerda que los cristianos no dejaban de celebrar la Eucaristía ni siquiera en medio de las persecuciones: «Cada lugar donde se sufría era para nosotros un sitio para celebrar…, ya fuese un campo, un desierto, un barco, una posada, una prisión…» . El Martirologio del siglo XX está lleno de narraciones conmovedoras de celebraciones clandestinas de la Eucaristía en campos de concentración. ¡Porque sin la Eucaristía no podemos vivir la vida de Dios! «En memoria mía» En la última cena, Jesús vive el momento culminante de su experiencia terrena: la máxima entrega en el amor al Padre y a nosotros expresada en su sacrificio, que anticipa en el cuerpo entregado y en la sangre derramada.

Él nos deja el memorial de este momento culminante, no de otro, aunque sea espléndido y estelar, como la transfiguración o uno de sus milagros. Es decir, deja en la Iglesia el memorial-presencia de ese momento supremo del amor y del dolor en la cruz, que el Padre hace perenne y glorioso con la resurrección. Para vivir de El, para vivir y morir como El. Jesús quiere que la Iglesia haga memoria de Él y viva sus sentimientos y sus consecuencias a través de su presencia viva. «Haced esto en memoria mía» (cf. 1 Co 11, 25). Vuelvo a mi experiencia. Cuando me arrestaron, tuve que marcharme enseguida, con las manos vacías. Al día siguiente me permitieron escribir a los míos para pedir lo más necesario: ropa, pasta de dientes… Les puse: «Por favor, enviadme un poco de vino como medicina contra el dolor de estómago». Los fieles comprendieron enseguida. Me enviaron una botellita de vino de misa, con la etiqueta: «medicina contra el dolor de estómago», y hostias escondidas en una antorcha contra la humedad. La policía me preguntó: -¿Le duele el estómago? -Sí. -Aquí tiene una medicina para usted. Nunca podré expresar mi gran alegría: diariamente, con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebré la misa. ¡Éste era mi altar y ésta era mi catedral! Era la verdadera medicina del alma y del cuerpo: «Medicina de inmortalidad, remedio para no morir, sino para vivir siempre en Jesucristo», como dice Ignacio de Antioquía.

A cada paso tenía ocasión de extender los brazos y clavarme en la cruz con Jesús, de beber con él el cáliz más amargo. Cada día, al recitar las palabras de la consagración, confirmaba con todo el corazón y con toda el alma un nuevo pacto, un pacto eterno entre Jesús y yo, mediante su sangre mezclada con la mía. ¡Han sido las misas más hermosas de mi vida! Quien come de mí vivirá por mí Así me alimenté durante años con el pan de la vida y el cáliz de la salvación. Sabemos que el aspecto sacramental de la comida que alimenta y de la bebida que fortalece sugiere la vida que Cristo nos da y la transformación que él realiza: «El efecto propio de la Eucaristía es la transformación del hombre en Cristo», afirman los Padres. Dice León Magno: «La participación en el cuerpo y la sangre de Cristo no hace otra cosa que transformarnos en lo que tomamos». Agustín da voz a Jesús con esta frase: «Tú no me cambiarás en ti, como la comida de tu carne, sino que serás transformado en mí»7 . Mediante la Eucaristía nos hacemos -como dice Cirilo de Jerusalén- «concorpóreos y consanguíneos con Cristo»8 . Jesús vive en nosotros y nosotros en El, en una especie de «simbiosis» y de mutua inmanencia: Él vive en mí, permanece en mí, actúa a través de mí».

(F.X. Ngyen van Thuan, Testigos de la esperanza, Madrid 2001. pp. 144-147)

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