La Palabra del domingo: autenticidad

La Palabra del domingo: autenticidad

8º domingo del tiempo ordinario

mar

Del evangelio según san Lucas.

En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola:
«¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.
Pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.
El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca».

Palabra del Señor.

 Comentario:

Son tantas las veces que proyectamos nuestros defectos en los demás, juzgándolos con una medida injusta y que no ayuda a nadie. Antes de fijar la mirada en los otros, más bien hagamos examen sobre nosotros mismos. Démonos cuenta de que rechazamos en ellos mucho de lo que quizá no aceptamos de nuestra propia persona. Autenticidad significa no pretender, y esto en su doble significado: tanto no exigir del otro lo que no estamos dispuestos a dar nosotros, como tampoco engañar y engañarnos haciendo creer que no tenemos mucho que debe ser corregido. Sólo si somos capaces de aceptarnos con sinceridad y humildad podremos ver a los demás en la justicia y en la misericordia. De eso también se trata el amar al prójimo como a uno mismo.

¿Soy capaz de reconocer mis propios defectos antes de sacar cuenta de los ajenos?

Jesús nos dice también que el buen árbol se reconoce por sus frutos. Tenemos aquí la medida de una verdadera espiritualidad: la capacidad de generar frutos. No nos ha creado Dios para una vida estéril. Recordemos su mandamiento a la humanidad en el Génesis: “creced y multiplicaos”. Esto no sólo se refiere a la reproducción biológica, sino al crecimiento de nuestra existencia hacia su trascendencia, multiplicando nuestras obras de fe y amor. Es todo lo contrario a una vida cerrada sobre sí misma, sin servir a nadie. Somos llamados a la plenitud de quien genera vida y esperanza a su paso: las buenas obras, la solidaridad, la alegría y la paz  verifican que nuestra fe es auténtica. Esto va mucho más allá del mero cumplimiento de preceptos y el sentirnos conformes con una existencia aparentemente religiosa.

¿Cómo puedo hacer para que mi vida genere más frutos evangélicos que verifiquen mi fe?

Jesús nos presenta finalmente el baremo para medir nuestra coherencia: lo que sale de nuestros labios, pues de lo que rebosa el corazón, habla la boca. Si vivimos en la verdad, somos veraces. Es decir, nuestras palabras valen por la misma fuerza que expresan, sin necesidad de subterfugios. Cuando nos encontremos expresando palabras falaces, agresivas o sin consistencia, examinemos cuánto no estamos aceptando de nosotros mismos y proyectamos sobre los demás, qué tan fecunda y plena está siendo nuestra propia vida, cuánto estamos haciendo presente el reino de Dios en ella a través del amor por Dios y por todos.

 Pronuncia con estupor y confianza este poema:

El reino

es el venir sonoro del encuentro

con quien te espera en el fondo de agua

para el concierto.

El vacío de ti mismo se colma

cuando uno en el otro muere sin lamento.

Estrechas sus manos y en pocas notas

dos o más devienen

en la presencia.

Esta es tu secreta ciencia:

mirarse a los ojos en la danza.

El hermano es tu transparencia,

el azul de hondura y luces ciertas.

Sólo eres tú mismo

en el nosotros,

el ímpetu rendido a la inocencia.

Soltar,

soltar por la borda la red henchida de certezas.

Es tema del mar es este gozo

que dispersa las apariencias.

Sin llorar ahogos ni despedidas

la marea nos lleva,

refleja el todo y navega

en fondo al mar, alcanza el puerto.

La mesa espera servida,

se colma la pesca.

 

 

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