Lectio en salida: El verdadero poder

Lectio en salida: El verdadero poder

Vigésimo Noveno Domingo del Tiempo Ordinario

 

Del Evangelio según Mateo (22, 15-21)

En aquel tiempo, se reunieron los fariseos para ver la manera de hacer caer a Jesús, con preguntas insidiosas, en algo de que pudieran acusarlo.

Le enviaron, pues, a algunos de sus secuaces, junto con algunos del partido de Herodes,  para que le dijeran: “Maestro, sabemos que eres sincero y enseñas con verdad el camino de Dios, y que nada te arredra, porque no buscas el favor de nadie. Dinos, pues, qué piensas:

¿Es lícito o no pagar el tributo al César?”

Conociendo Jesús la malicia de sus intenciones, les contestó:

“Hipócritas, ¿por qué tratan de sorprenderme? Enséñenme la moneda del tributo”. Ellos le  presentaron una moneda. Jesús les preguntó: “¿De quién es esta imagen y esta inscripción?”

Le respondieron: “Del César”.

Y Jesús concluyó: “Den, pues, al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”.

Al oírlo, quedaron admirados, lo dejaron y se fueron.

Palabra del Señor.

 

 

 Comentario:

La soberanía de Dios es el centro del evangelio de este domingo. Así lo proclama la Lectura de Isaías, quien coloca el dominio de Dios por encima de los poderes de esta tierra. San Pablo recuerda a su comunidad de Tesalónica que en ningún momento él y sus compañeros pierden de vista a Dios, quien es el que les ha ofrecido la salvación. En el Evangelio, Jesús sorprende a los enviados de los fariseos dándoles una enseñanza definitiva acerca de la verdadera imagen de Dios y de su dominio sobre todo lo creado. Nos enseñan así estas lecturas a poner a Dios en primer lugar de nuestras vidas, “no perdiéndolo de vista” y relativizando todos los medios humanos en función de la alabanza a Él.

La vinculación entre la voluntad de Dios y los poderes caducos del hombre es el hilo conductor de las lecturas. En la profecía de Isaías Dios proclama el mensaje ante Ciro, el rey de Persia que dispuso la liberación de los israelitas del destierro que vivían en Babilonia. El Dios de Israel  deja claro en sus palabras que, aunque aquel rey no le conozca, sin saberlo está cumpliendo sus designios. En última instancia ha sido Él quien le ha dado todo cuando domina sobre la tierra, por tanto debe reconocer la supremacía de sus designios.

Después de escuchar los tres domingos anteriores los reproches de Jesús en contra de los fariseos y los ancianos de Jerusalén, en éste y en el próximo domingo escuchamos la respuesta que tales acusados ofrecen a Jesús. En primer lugar, notemos la hipocresía que Jesús les reclama se evidencia en que no son capaces de responderle en persona, sino que lo hacen a través de unos terceros: los discípulos que ellos tenían. Asimismo, podemos notar que no tienen nada que argumentar a Jesús, sino que pretenden embaucarle formulándole preguntas comprometedoras.

La pregunta sobre el tributo al César es crucial en el camino de Jesús. Los fariseos hubiesen tenido mucho de qué acusarle de haber respondido afirmativa o negativamente si había que pagar ese impuesto. Si Jesús hubiera dicho que se pagara, lo habrían acusado ante los israelitas de ser un colaboracionista del régimen que les oprimía; si hubiese dicho que no se pagara, lo habrían acusado ante los romanos como un agitador y subversivo. Sin embargo, Jesús va más allá de la suspicacia de los fariseos, y pone la respuesta en un nivel más elevado. Se trata de ir al origen de todo poder y toda dignidad. Después de reprochar a los fariseos por su hipocresía, Jesús les pregunta a su vez sobre la imagen que aparece en la moneda, que es apenas la imagen del César romano. Así muestra Jesús que la discusión debe plantearse desde otra perspectiva: ¿A qué imagen debemos servir? ¿A la imagen de un hombre o a la Persona viva de Dios?

Alguna vez se ha hecho uso de estas palabras de Jesús para favorecer una cierta dualidad de vida entre el servicio al mundo y el servicio a Dios. Esta división no es justa, como si pudiéramos escindir lo que somos de lo que hacemos, lo que creemos de lo que practicamos. La respuesta de Jesús nos plantea el tema del valor que damos a cada una de estas realidades. ¿Acaso puede valer más la imagen de un hombre mortal impresa en una moneda caduca que la presencia viva y actuante de Dios que todo lo trasciende? ¿Cuál de los dos debe ocupar el primer lugar en nuestra vida? A lo sumo, ya la Primera Lectura deja claro que todo dominio sobre este mundo procede de la voluntad de Dios, por lo tanto, debemos ponerlo a Él en primer lugar.

La respuesta de Jesús deja zanjado en el ámbito de la fe el peligro de la confusión entre el orden temporal del mundo y la adoración que debemos tributarle a Dios. Ambos ámbitos no pueden confundirse ni mucho menos ponerse en competencia. No se trata de optar por el mundo o por Dios. La vida histórica concreta tiene sus vaivenes, y en ella debemos comprometernos con lucidez y responsabilidad para hacer presente los valores del Reino de los cielos. Pero Dios está siempre más allá. Sólo a Él podemos rendirle nuestra adoración y debemos buscar conformarnos a sus planes en esta vida presente. Como le pedía san Ignacio de Loyola en sus oraciones, pidámosle también nosotros a Dios: “Poder amarte a ti en todas las cosas, y a todas amarlas en ti”.

Así como la fuerza del Espíritu produjo abundantes frutos en la comunidad de los tesalonicenses, tal como lo reconoce san Pablo en la Segunda Lectura, también hoy la fuerza de Dios continúa fructificando la vida de los creyentes en medio del mundo. En nuestra vida presente debemos comprometernos, sabiendo que todo tiende hacia Dios, el único al que tributamos adoración y damos gloria. Nosotros, que somos su imagen viva, reproducimos en nuestras vidas la realidad divina, y ella la reconocemos también en la vida de quienes nos rodean.

Preguntémonos entonces:

Los discípulos de los fariseos “quedaron admirados” de la respuesta de Jesús. Sin embargo, “se alejaron y se fueron”. No basta con tener tratos esporádicos y superficiales con el Señor, aunque por momentos quedemos sorprendidos por sus respuestas. Hace falta la adhesión de fe y la fidelidad a él. ¿Estoy dispuesto a vivirlo así?

¿Quién tiene la precedencia en el orden de mi vida, Dios o las vicisitudes del mundo? ¿Cuánta atención le presto a la realidad divina de la cual procedo?

La vida presente implica compromiso y entrega, pero siempre en función de la vida eterna que esperamos alcanzar. ¿Vivo mi vida sin prestar atención a la realidad divina que me espera? ¿En cuántas preocupaciones pasajeras me desgasto sin darme cuenta de que Dios me acompaña y me espera al término de mi caminar?

 

© Padre Christian Díaz Yepes, 2011

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