Es Dios y se parece a mí
J.P.Sartre. Navidad de 1940
La Virgen está pálida y mira al niño.
Habría que pintar su rostro,
con esa ansiosa maravilla que sólo apareció una vez en rostro humano.
Porque Cristo es su hijo, carne de su carne
y fruto de su vientre.
Lo llevó 9 meses en sí misma y le dará el pecho
y su leche se volverá sangre de Dios.
En algunos momentos la tentación es tan fuerte que se olvida de que es Dios.
Lo estrecha entre sus brazos y le susurra: “pequeño mío”.
Pero en otros momentos se turba y piensa: Dios está allá,
y la envuelve un desconcierto religioso por este Dios mudo,
por este niño que le infunde un cierto temor.
En algún momento, todas las madres quedan un poco confundidas delante de ese rebelde fragmento de su carne que es su hijo,
y se sienten exiliadas delante de esta nueva vida
hecha de su propia vida,
habitada por pensamientos que le son ajenos.
Pero ningún niño ha sido arrancado tan cruel y radicalmente de su madre.
Porque es Dios
y supera todo lo que ella se podría imaginar.
Pero yo pienso que hay otros momentos, rápidos y fugaces, en los que ella siente a la vez que el Cristo es su hijo,
su pequeño,
y que es Dios.
Lo mira y piensa:
Este Dios es mi niño.
Esta carne divina es mi carne.
Está hecho de mí,
tiene mis ojos
y la forma de su boca es la forma de la mía.
Se me asemeja,
es Dios y se me asemeja.
Y ninguna mujer ha tenido la suerte de su Dios para ella sola.
Un Dios pequeñísimo para estrechar entre los brazos y cubrir de besos,
un Dios todo calientito que sonríe y que respira,
un Dios que se puede tocar y que se ríe.
Y es en esos momentos que si yo fuera un pintor pintaría a María.