Palabra de vida y alegrías para mes de marzo
Queridos amigos,
comienza este mes de marzo con un sabor a promesas y una exigencia de crecer en la santidad…
Tenemos por delante todavía un buen trecho de la Cuaresma, tiempo de renovación personal desde la unión con Dios y el amor a los hermanos. Este año viene marcada por el gran acontecimiento eclesial que significará la elección de un nuevo Papa, que ha de conducir la Barca de Pedro en medio de las tormentas que nunca han faltado. Hoy esto nos llama a ponernos también nosotros en primera línea en la santificación del pueblo de Dios desde la renovación de nuestros corazones y con una esperanza activa y gozosa.
Después de haber vivido con empeño la Palabra: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos», durante el mes de febrero, la Palabra de Vida de marzo nos invita a mantenernos en el amor al prójimo desde la misericordia y el reconocimiento de la propia necesidad que tenemos de convertirnos y ser verdaderamente fieles a Dios. ¡Qué gran oportunidad! Me vienen al corazón las palabras de la Madre Teresa de Calcuta cuando le preguntaron qué haría ella por cambiar a la Iglesia… Su respuesta: «Me cambiaría a mí misma». Son palabras cargadas de verdad y valentía que nos indican desde dónde surgen los verdaderos cambios que marcan la historia.
Mantengámonos así este tiempo: Cada esfuerzo espiritual, esto es, cada vez que vivimos concretamente la Palabra, cada acto de amor, cada mirada de confianza que dirigimos a Dios, cada renuncia a nosotros mismos… Todo, todo servirá para unirnos más con Él. Celebraremos así una Pascua que nos promete una nueva presencia del Resucitado en medio de su Pueblo, un nuevo desbordarse de su Espíritu de Santidad.
¡Ánimo y felicidad para todos!
Palabra de Vida de Marzo 2013
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Chiara Lubich: Palabra de Vida, marzo 2013
Mientras Jesús enseñaba en el templo, los escribas y fariseos le llevaron una mujer a la que habían sorprendido en adulterio y le dijeron: «La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?» (Jn 8, 5).
De ese modo querían tenderle una trampa. En efecto, si Jesús se manifestaba en contra de la lapidación, podrían acusarlo de ir contra la Ley, según la cual los testigos directos de la culpa debían comenzar a lanzar piedras a quien había pecado, seguidos luego por el pueblo. Y al contrario, si Jesús confirmaba la sentencia de muerte, entraría en contradicción con su enseñanza sobre la misericordia de Dios con los pecadores.
Pero Jesús, que estaba inclinado escribiendo con el dedo en el suelo –demostrando así su imperturbabilidad–, se incorporó y dijo:
«El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».
Ante aquellas palabras, los acusadores se retiraron uno tras otro, empezando por los más viejos. El Maestro, dirigiéndose a la mujer, dijo: «¿Dónde están? ¿Nadie te ha condenado?». «Nadie, Señor», respondió ella. «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (cf. Jn 8, 10-11).
«El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».
Con estas palabras no es que Jesús se revele permisivo ante el mal, como el adulterio. Sus palabras «anda, y en adelante no peques más» dicen claramente cuál es el mandamiento de Dios.
Jesús quiere destapar la hipocresía del hombre que se erige en juez de la hermana pecadora sin reconocerse a sí mismo pecador. Así subraya con sus palabras la conocida sentencia: «No juzguéis y no seréis juzgados. Porque seréis juzgados como juzguéis vosotros» (Mt 7, 1-2).
Al hablar de este modo, Jesús se dirige también a esas personas que condenan a los demás sin apelación y sin tener en cuenta el arrepentimiento que puede brotar en el corazón del culpable. Y muestra claramente cuál es su comportamiento respecto a quien comete una falta: tener misericordia. Cuando aquellos hombres se alejaron de la adúltera, «sólo quedaron dos allí –dice Agustín, obispo de Hipona–: la miserable y la misericordia» .
«El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».
¿Cómo poner en práctica esta Palabra?
Recordando, ante cualquier hermano o hermana nuestra, que también nosotros somos pecadores. Todos tenemos pecado, y aunque nos parezca que no hemos incurrido en graves errores, debemos tener siempre presente que se nos puede escapar el peso de las circunstancias que han inducido a otros a caer tan bajo y a alejarse de Dios de semejante forma. ¿Cómo nos habríamos comportado nosotros en su lugar?
También nosotros hemos roto a veces el vínculo de amor que debía unirnos a Dios, no hemos sido fieles a Él.
Si Jesús, el único hombre sin pecado, no lanzó la primera piedra contra la adúltera, tampoco nosotros podemos hacerlo contra quienquiera que sea.
Así pues, tengamos misericordia con todos, reaccionemos contra ciertos impulsos que nos empujan a condenar sin piedad; debemos saber perdonar y olvidar. No mantengamos en el corazón restos de juicios o de resentimiento donde puedan anidar la ira y el odio, que nos alejan de los hermanos. Veamos a cada uno como si fuese nuevo.
Si en lugar de juicio y condena, tenemos en el corazón amor y misericordia por cada uno, lo ayudaremos a comenzar una vida nueva, le daremos ánimos para empezar cada vez de nuevo.